París.- Cascar las calles de esta ciudad siempre imberbe es una vieja afición que algunos adoptamos gracias al cronopio mayor, a quien conocí gracias al cronopio meta, Tito Monterroso. Ambos me apuraron a disfrutar de los últimos días del turismo romántico, moderno y modernista, antes de que surgiera la industria del pata de perro, ya saben, aquellos que emprenden el camino de Santiago… en autocar.
Pero éste no es el asunto que nos trae hoy por aquí, mientras hacemos cola los que hemos obtenido cita a la una de la tarde para ingresar. Mi plan era perfecto. Llegaría una hora y media antes, entraría a desayunar y luego daría una vuelta por las salas menos frecuentadas, siempre con la mejor amiga de los últimos años, la mascarilla, fiel compañera por eficaz, cómoda y bien puesta. Llamo la atención del gigantón negro que controla la entrada. Le explico mi plan. Me dice que no. A pesar de que le muestro mi reservación digital al restaurante, piensa que me voy a colar a las salas de exhibición.
¿Quién no querría hacerlo en un museo tan querido como Orsay, localizado a orillas del río Sena? El edificio es una joya de la Belle Époque, un emblema del estilo Beaux-Arts, esto es, el academicismo clásico francés a tope con un toque de tecnología de vanguardia. Una ensalada espectacular, aderezada con elevadores, escaleras eléctricas y rampas para facilitar el paso de los viajeros y sus voluminosos equipajes de aquel entonces. Construido por Victor Laloux y Lucien Magne para la Expo Universal de 1900, durante largos años fue una estación de trenes hasta que los amigos de la Comuna dijeron basta. En la década de 1980, el gobierno de Miterrand la incluyó en su ambicioso, oneroso y genial programa de renovación urbana de París. Cuando le mostré a Monterroso el artículo que había escrito acerca de estas grandes obras, me miró y me dijo: “Más literatura y menos datos”. Fuck. Los viajeros descendían del caballo de hierro y no podían más que sorprenderse cuando lo primero con lo que se topaba su mirada eran el magnífico palacio del Louvre y los narcotizantes jardines de las Tullerías. Su historia es larga y crucial para la ciudad, pero no nos detendremos en ella, pues el muchacho que controla la entrada nos dice a los que esperamos pacientes, dirigiendo su mirada a mí: “Tienen ustedes suerte el día de hoy, ¡pueden pasar!”.
El museo alberga dos sitios realmente buenos, una cafetería para un piscolabis, o un almuerzo reconfortante en el antiguo restaurante del hotel Orsay. Quienes sean aficionados serios a los museos, saben bien que se necesita estar preparado si se desea degustar algunas de los cientos de piezas plásticas que ahí se guardan. “Observar”, me dijo Cortázar, “es como perseguir a la Maga. Hay que estar entrenado, física y mentalmente; despejado, dispuesto a encontrar claves cuando vas a dar el primer bocado”. Tito agregaría: “Con un buen whisky, por favor”. Me dirijo al restaurante. Antes de terminar con torticolis por admirar los frescos del techo, pintado por los orientalistas decimonónico Gabriel Ferrier y Benjamin Constant, me dirijo a mi mesa, donde me espera el menú vital.