La topología considera las propiedades de los cuerpos que no son susceptibles de transformarse ante repetidas deformaciones; hay quienes la llaman “geometría laminar de hule”, dado que tales objetos pueden estirarse y contraerse, pero no es posible romperlos. Así, la topología algebraica estudia, entre otras cosas, la manera como un espacio determinado puede construirse a partir de espacios más pequeños. Ejemplo es la botella de Klein, objeto de la realidad cuya superficie cerrada no tiene exterior ni tampoco interior.
Pintor algebraico de topologías subrepticias fue Vicente Rojo. Cuando él diseñó la portada de mi primer libro de cuentos y de mi primera novela publicados por Editorial ERA intenté utilizar mi más fino sacacorchos verbal a fin de entender su relación con las matemáticas y los constructos imaginarios que se desenvuelven en el espacio.
Vicente era un hombre de pocas palabras y docenas de signos visuales. Su dominio innato de los cuerpos algebraicos está enmarcada en la manera como asimiló su experiencia al huir de la guerra civil española, así como con su vasta cultura literario–filosófica y una postura política definida.
Parte de este submundo de la geometría espacial es Recuerdo 1426 (1979). Alguna vez el mismo Vicente me dijo que a él le interesaba jugar con estas superficies bidimensionales de manera obsesiva, ordenada, rigurosa y sensiblemente poética a fin de hacerlas crecer en la imaginación tridimensional de quien se interesara por mirarlas, de quien quisiera sopesarlas con los ojos.
En su extensa obra es posible encontrar diversos paralelismos con el espíritu de la geometría fractal. Interpreta ideas que se estiran hasta formar láminas delgadas sin quebrarse. Le pregunté si estaría de acuerdo en que su gusto por las simetrías también se rozaba, al menos tangencialmente, con el binomio vida/muerte. Respondió de manera afirmativa.
Dedicó buena parte de su obra a mostrar gradaciones, tanto en el mundo de los objetos como en el de los organismos vivos, sin que aparezcan necesariamente cuerpos evidentes. Le comenté mi intención de contrastar su obra con dicha topología algebraica, disciplina a la que su colega de El Colegio Nacional, el matemático mexicano José Adem, contribuyó en forma significativa. No le pareció mala idea, “tal vez así podamos mirar la serie México bajo la lluvia (1986) con renovada curiosidad”, bromeó.
Otro ilustre pintor algebraico, quien experimentó con el espacio de manera sublime, fue Juan Soriano. A lo largo de su obra muestra los posibles niveles de realidad que la pintura y la escultura permiten imaginar, incluso palpar. ¿Cómo es eso?, le pregunté.
“Lo que puede ser mostrado no debe ser dicho”, respondió él.
Sin ser ningún radical en su manejo de las formas, Juan tradujo a su manera los vericuetos espaciales que el ensueño, la realidad fragmentada vista por varios testigos, las pesadillas permiten construir.
A diferencia de los muralistas, quienes privilegiaron el espacio newtoniano, macroscópico, considerándolo como algo total, inamovible, en Juan el surgimiento de una visión más cercana a lo que podría estar sucediendo en el nivel cuántico se tradujo en cuadros como El velorio (el desterrado) de 1946, donde la vela de un enorme candelabro apenas puede ser encendida por una niña, abriendo de manera subrepticia una puerta al espacio interior de los cuantos de luz.
Vale la pena recordar que durante esos años se consolidó la mecánica cuántica como un método poderoso para predecir la realidad en dimensiones muy pequeñas. Juan me confesó que tuvo experiencias oníricas alrededor de semejantes descubrimientos. Hoy la topología cuántica es una valiosa herramienta que permite ahondar de manera aún más profunda en los espacios, nudos e interacciones de las partículas que constituyen el universo conocido.
Juan también se interesó en las paradojas del tiempo y el espacio, cosa que logró plasmar en parte de su obra pictórica, por ejemplo, en los cuadros Niños jugando (1942) y El pescado o Pez luminoso (1956).
Poco se dice de la vena algebraica de Lilia Carrillo, alguien que expresó con nitidez una visión holística de los fenómenos físicos. Sabemos que pintó una especie de abstraccionismo figurativo, cuya marca principal es la contradicción activa del espacio, no excluyente, sino más bien complementaria. ¿Qué más contradictorio e incluyente que la superficie cerrada sin exterior ni tampoco interior llamada botella de Klein?
En ese tenor que vibra como una cuerda tensada en un tono preciso podemos incluir la obra de Wolfgang Paalen Así es la vida (1959) y Enigma (1984) de Cordelia Urrueta. Incluso me atrevería a mencionar Autorretrato múltiple (1950) de Juan O ́Gorman.
Una topología de orden algebraico referida a la pintura mexicana no puede soslayar la discreta intervención de los tres muralistas más famosos cuando se atrevieron a pintar en formatos pequeños. De hecho, su poder expresivo creció por sí solo hasta alcanzar máxima flexibilidad cuando crearon en formatos pequeños. Tal es el caso de José Clemente Orozco en Retrato del arzobispo Luis María Martínez (1944), de Diego Rivera en Postguerra (1942) y de David Alfaro Siqueiros en El Cristo judío (1967)
Los artistas mencionados manejaron elementos de la topología algebraica, de manera consciente o no. Una sed de experimentación en todos ellos oxigenó su obra, los hizo caminar a través de espacios permeados por un clima contradictorio, incluso amenazante, si bien promisorio debido a los descubrimientos científicos del momento: la nueva realidad atómica, el neodarwinismo y el desarrollo espectacular de las matemáticas.