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domingo, octubre 27, 2024

Surrealismo, cien años después

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En esta columna hemos estado comentando aspectos poco conocidos de las vanguardias que caracterizaron el siglo XX y terminaron convergiendo en el movimiento surrealista, cuyo primer centenario se cumplió el 15 de octubre próximo pasado, fecha en la que André Breton publicó el manifiesto fundacional.

Casi nadie sabe que uno de sus más fugaces miembros y, no obstante, el más popular, Salvador Dalí, empezó a ejercer su vena surrealista como lo hizo James Joyce, interpretando sus incursiones oníricas desde una perspectiva localista, en su caso un triángulo formado por Figueres, Púbol y Portlligat, y terminó adorando las ocurrencias de Breton, al menos por un tiempo breve. La cúpula geodésica de su teatro–museo en Figueres es el símbolo de una visión reduccionista y holística al mismo tiempo, algo absurdo e imposible; aun así, es real como los números imaginarios y tangible como el papel entre las manos.

Este tipo de poliedros que se generan a partir de un sólido platónico fueron inventados en 1928 por el ingeniero alemán, Walther Bauersfeld, y recuperados más tarde por el arquitecto norteamericano Buckminster Fuller, un heterodoxo de la ciencia que evitó caer en la charlatanería y en la locura difusa, no obstante puede considerarse émulo de una especie de surrealismo espacial.

Dichas cúpulas nos permiten mirar el firmamento en 360 grados, como un ojo de mosca. ¿Qué más pura visión surrealista que la de una mosca? Desde la distancia sideral de su propio domo, Dalí nos invita a desprendernos de nuestros prejuicios estéticos y éticos, y emprender el recorrido por las diferentes salas que componen el actual Teatro-Museo con ojos de alguien que está a punto de encontrar la realización de su sueño y su deseo. Breton se habría mudado a este lugar.

Debemos traer a colación un suceso post–surrealista. Sucedió cuando el físico Murray Gell-Mann simplificó en una teoría única, el Modelo Estándar de la Materia, las ideas sobre el átomo que habían surgido 2 mil 500 años antes con Leucipo y su alumno Demócrito, y se confirmaron a principios del siglo XX. Junto con Geldon Glashow y Steven Weinberg, Gell-Mann mostró un primer ordenamiento que subyacía en ese aparentemente salvaje zoológico de partículas ínfimas, sin olvidar todas aquellas que provenían del espacio exterior y que, desde el siglo XIX, eran detectadas por diversos medios. Surrealismo extremo.

La unidad esencial dentro del átomo necesitaba de un nombre, así que, hojeando la extraña novela de Joyce, El despertar de Finnegan, cuenta el mismo Gell-Mann, se encontró con unos versos donde aparece la palabra quark, que en alemán quiere decir “queso fresco”. Le pareció adecuada, “sonaba”, y desde entonces las unidades más elementales que se conocen hasta ahora se llaman de esa surrealista manera.

Atento a las noticias provenientes del bizarro mundo de la ciencia moderna, Dalí supo imponer en el arte del siglo XX su peculiar visión surrealista. En La persistencia de la memoria, por ejemplo, superpone dos símbolos del tiempo (los relojes y la arena) con una visión puramente relativista del acontecer, según la cual conforme las partículas se acercan a la velocidad de la luz experimentan una dilatación temporal. Los relojes que se escurren por una superficie plana y cuelgan de las ramas de los árboles son la metáfora perfecta que representa lo que Albert Einstein y sus contemporáneos querían decir cuando se referían a la dilatación del tiempo relativista. Como nunca, para el lego una imagen surrealista vale más que cien palabras doctas y un par de páginas de fórmulas abstrusas, excepto para unos cuantos.

Sin abandonar su interés por ideas extravagantes que apenas comenzaban a prefigurarse, como las que más tarde generaron las teorías del caos y la complejidad, llamada ahora “caoplejidad”, Dalí se sumergió en su propia mónada surreal, donde el frenesí de su cabeza despertó reacciones insospechadas y lo condujo a prodigarse por la gran idea formulada por Breton, secundada por René Magritte y Max Ernst: ¡levantemos, pieza a pieza, la nueva realidad surrealista!

Una memorable exposición dedicada a los herederos de este movimiento centenario se llevó a cabo en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), entre junio y septiembre de 2004. Bajo el título de “Arte y Utopía. La acción restringida”, estaba inspirada en un ensayo de Stéphane Mallarmé publicado en Divagations (1897). Denunciaba la pérdida de dirección en cuanto a la intencionalidad y el valor del arte desde finales del siglo XIX.

El artista, quien se había vuelto un hacedor de ilusiones para ser contempladas en forma pasiva, fue testigo de cómo la revolución científica de las primeras décadas del siguiente siglo colocó su quehacer en un segundo plano, restringiendo su influencia en la sociedad, convirtiéndolo todo, objetos, ideas y personas, en una especie de entelequia para unos cuantos iniciados. Lo único que le resta al artista contemporáneo es reconciliarse con la literatura y convertirse en un espectador entusiasta de los tiempos que corren, como André Breton y muchos surrealistas tuvieron que conformarse. Incluso Dalí sucumbió ante este muro de contención.

Recuerdo que en una sala de dicha muestra en el MACBA podía uno enterarse de que el artista belga Marcel Broodthaers declaró en marzo de 1970: “Mallarmé es la fuente del arte contemporáneo. Inventa de manera inconsciente el espacio moderno”. Broodthaers se referería a la constelación verbal, pre–surrealista, construida en Un coup de dés (1897). Tras su publicación tardía en forma de libro en 1914, este poema se impuso, en efecto, como el ámbito donde confluyeron poesía, formas tipográficas y artes visuales.

A propósito de Georges Braque, los curadores de la exposición citan a Carl Einstein, quien a principios de los años treinta escribía: “El arte solo tiene significación en la medida en que con él se define y se crea también una visión del mundo, un mito. Hacía mucho tiempo que la vieja óptica no correspondía ya a la estructura psíquica”.

En los años treinta, la presión angustiante de una época belicosa volvió a llamar la atención de los artistas hacia el mito; al mismo tiempo, estimuló la creación de híbridos entre las utopías racionalistas y un neoprimitivismo más o menos razonado, entre constructivismo y surrealismo. Haciéndose eco de la postura de James Joyce, los fotógrafos Helen Levitt, Walker Evans, August Sander, Raoul Hausmann y Josef Albers transformaron su máquina en el medio privilegiado para crear una antropología poética de lo cotidiano y lo sagrado.

La exposición mencionada revisaba algunos momentos cruciales en este renovado intercambio entre arte y literatura. Pero recuerdo que también enseñaba con diáfana claridad que en el sedimento subyacente se hallan diversas ideas y descubrimientos científicos vistos a través de la lente surrealista. Había, y hay, una especie de urgencia por nombrarlo todo, lo que el mismo Mallarmé llamó “la expansión total de la letra”. Los dibujos de Philip Guston, las visiones de Antonin Artaud, los primeros coqueteos de Pablo Picasso con el surrealismo son ejemplos de la reconciliación antropológica del arte contemporáneo con la complejidad, tanto de los organismos vivos como de los eventos sociales, del agua y de una flor.

De hecho, para estos autores una flor producto de un suceso poético–visual no es retórica; es una síntesis de la experiencia de todos los ramos de flores. El evento no es único e irrepetible, sino constante; se da una y otra vez, pero se transforma en su transcurrir. No se trata precisamente de un silogismo, sino de un razonamiento por inferencia probable.

A diferencia de los silogismos, encadenados a la conclusión que se desprende de sus dos premisas iniciales, este otro tipo de razonamiento tiene articulaciones libres, como en general acontece en el arte moderno y contemporáneo, y se adapta mejor al devenir cotidiano que la expresión creativa de nuestros días busca representar. Es, pues, una relación de probabilidad y no de certidumbre la que prevalece en el más caro de los postulados surrealistas: confundirse con la vida misma.

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