In Memoriam Antonio Gritón, a quien siempre recordaré con su amplia sonrisa y su contagioso desparpajo.
La pintura de Jackson Pollock no es una res, es decir, no tiene cuerpo cartesiano, no es una cosa real, algo que la humanidad alcanzó a descubrir cuando la física encontró su propio camino hacia las profundidades de la realidad. Allí, escudriñando en los confines de lo que parece ser, aprendimos que en el fondo de todo hay campos, de los cuales solo percibimos su existencia por sus efectos en el comportamiento de las partículas que se hallan bajo su influencia.
El hijo del pueblo de Cody, estado norteamericano de Wyoming, logró encontrar una forma de expresar estos campos en acción, pues sus cuadros no representan objetos ni partículas, más bien flujos de energía y tensión entre ellos; conforman un campo que no ocupa un sitio en particular, sino que se halla disperso en su espacio confinado.
Además, fue el primer pintor occidental en disociar la intención del artista del lienzo mismo. Antes de él, el creador tenía un propósito cada vez que llevaba su mano a la tela en un proceso de causa y efecto. Pollock rompió con este orden causal, colocando el énfasis en el acto de imaginar, más que en el de exhibir una obra terminada.
Tal vez por eso muchos fotógrafos se apersonaban en el sitio donde Polllock pintaba, ansiosos de registrar el momento transitorio, creativo, irrepetible como nunca antes. Algo parecido sucedió en la física años más tarde, cuando con mayor claridad se empezó a registrar el momento fugaz en el que se crean las partículas. Sin embargo, al menos en el caso del arte, en el instante preciso en que Pollock dejaba de pintar todo terminaba. El que un corredor de arte, un mecenas, el público tuvieran a través de esa obra una experiencia estética, resultaba insignificante.
A su manera, Henri Matisse ya se había desentendido del espacio pictórico y dejado en suspenso las figuras como símbolos de color y luz dispersada en forma aleatoria. Al igual que Picasso, fue “un áspero provocador visual, iconoclasta y en conflicto con la tradición figurativa”, en palabras del estudioso del arte, José F. Yvars. Al igual que Pollock, Matisse y Picasso poseían manos mágicas, con las cuales demostraron que las paralelas de la expresión estética y la demostración científica pueden llegar a juntarse en algunos puntos del espacio.
Paul Klee es otro caso notable, dado que, por lo común, se le ubica en la encrucijada de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX, entre el realismo formal y el neoconstructivismo salpicado de surrealismo dadaísta. Para Yvars, lo que genera tensión en la obra de Klee no es la polémica entre figuración y abstracción; más bien su decisión de internarse en zonas desconocidas, donde rige la autonomía de signos plásticos y cuya capacidad comunicativa descansa en la persuasión de las formas.
Dicha persuasión deriva del desciframiento de la geometría y de la óptica; de las influencias de Kandinsky y Delaunay; de las grafologías orientales, los decorados persas y el colorido helénico. Como resultado tenemos una propuesta de normativa estética alternativa al naturalismo, propositivamente centrada en la exploración de la dinámica y el equilibrio del volumen y la masa. Esto puede apreciarse en Par de bailarines (1923), Castillo y sol (1928) y Fuego al atardecer (1929).
René Magritte, a quien no le gustaba que lo llamaran artista, pues se consideraba a sí mismo más bien como un pensador que se comunicaba pintando, logró lo que se propuso al convertirse en sorprendente intérprete de la relatividad einsteiniana. Ejemplo es el cuadro Tiempo atravesado (1935), que desde su título juega con la idea de un tiempo congelado, lo cual sucede cuando se viaja a la velocidad de la luz.
Los motivos vuelven a aparecer, como en la obra de Giorgio de Chirico: un tren, un reloj, pero a diferencia de éste, Magritte se declara neófito en cuestiones científicas. Y, al igual que Picasso, rechaza cualquier influencia, incluso alguna asociación con las nuevas ideas que estaban flotando en el ambiente. Lo suyo es un estado trémulo invadido de sueños.
Obras como La fábrica de vidrio (1939) pueden hacernos pensar en la doble personalidad, en el inconsciente freudiano, en la necesidad de cuidarnos las espaldas. Pero también es posible que nos dé una idea de lo que podría pasarle a alguien que sueña con viajar a la velocidad de la luz, pues a medida que el espacio se reduce a un punto infinitamente plano, su espalda se movería hacia el frente, de manera que lo único que vería sería su nuca. Después de todo, como ya apuntaba Michael Foucault luego de observar la obra de Magritte, “es inútil que digamos lo que vemos, ya que lo que vemos nunca está en lo que decimos”.
Esta imposibilidad parece una ilusión en nuestro mundo macroscópico, newtoniano, pero es real en el mundo de la imaginación y las partículas elementales, dado que, como ya sabían Leucipo y Demócrito, incluso las ideas ocupan un lugar en el espacio. Magritte inventó una imagen para expresar un concepto muy difícil de describir si no es a través de una fórmula matemática, en este caso la contracción del espacio–tiempo a la velocidad de la luz. Y lo hizo con una “ironía educada”, en palabras de Yvars.
Algo similar sucede con la obra gráfica del neerlandés Maurits Cornelis Escher, la cual expresa otros asuntos que han obsesionado a los protagonistas de la cultura occidental desde tiempos inmemoriales, esto es, la existencia de un umbral, de una región fronteriza entre el cuerpo y el alma, entre lo bueno y lo malo, blanco y negro, lleno y vacío, vida y muerte, res y su ausencia.
Los opuestos se tocan en alguna línea imaginaria ya que ésta, en realidad, no existe, por ejemplo, en Cielo y tierra I (1938) y La cinta de Moebius II (1963). Una vez más, la capacidad de representar en imágenes materiales, comprensibles para cualquiera y sin necesidad de ecuaciones algo que, de otra manera, sería imposible de entender, nos muestra las sorprendentes, casi inagotables zonas de intersección entre la invención en el arte y la imaginación científica.