19 C
Puebla
miércoles, junio 4, 2025

Pieles psiquedélicas en el MoMa

Más leídas

La piel es lo más profundo que posee una persona, dijo alguna ocasión el poeta Paul Valéry, pues si observamos con detenimiento, en la tesitura, en los rasgos, arrugas y pigmentos podemos encontrar muchos secretos de la vida de cada individuo. Ese breve espacio que separa a un organismo vivo del exterior proviene del mismo sitio donde se genera el sistema nervioso humano: el ectodermo. ¿Qué hay detrás de la piel de un cuadro, de una escultura? Más allá de las fibras de algodón y lino, de los trozos de piedra marmórea y los tocones de madera, ¿qué oculta, qué trata de decirnos el creador?

Hay pieles que viajan en el tiempo, como sucede en la novela de Honoré de Balzac, Le peau de chagrin (1831). En ella, un trozo de piel psiquedélica, mas no psicodélica, cae en manos de Raphaël, joven parisino lleno de codicia y frustración. La pieza de carne concede deseos, naturalmente. Pero hay un precio a pagar; luego de cada petición el cuero maravilloso se encoge, al igual que el ánimo de su dueño.

También existen pieles que se incrustan en el tiempo. Hasta hace un par de semanas, el Museo de Arte Moderno de Nueva York estuvo exhibiendo una película sui géneris, una piel plástica verdaderamente insólita e irrepetible que por momentos enchina el cuero. Bajo el título de The Clock (2010), Christian Marclay se ha volado la barda del tiempo. Un siglo de imágenes emanadas del cinematógrafo y la televisión (nada que ver con crestomatía), meticulosamente editadas por él y un grupo de asistentes a lo largo de tres años, suceden durante veinticuatro horas en tiempo real, aunque uno solo puede permanecer dentro el horario regular del museo. Trajo a mi memoria el poema de Charles Baudelaire que lleva el mismo título y cuyos primeros versos dicen así:

“¡Reloj!, dios espantable, siniestro y siempre en calma

que nos dice `recuerda´ con su implacable dedo.

Pronto, como en un blanco, mientras tiemblas de miedo,

los vibrantes dolores se clavarán en tu alma”.

            Marclay no solo hace girar su antología alrededor de innumerables artefactos que nos permiten conocer el paso del tiempo; también se trata de una reflexión filosófica, humorística sobre lo que significa ser llevado por este flujo irrefrenable para alguien como Meryl Streep, quien despierta entre sábanas de seda y se voltea, desenfadada, a fin de interrumpir a las 6:30 la alarma de su reloj decó. O para quien puede perder la vida, como James Bond (Sean Connery) al comprobar, gracias a las agudas manecillas de su elegante reloj de pulsera Gruen Precision 510 Swiss made, que solo se vive dos veces a las 13:05:17. O para un niño de principios de 1960, fascinado por su reloj digital que señala las 13:13:13.

La sala es cómoda, tanto que delante de mí una pareja ronca a pierna suelta, pero despierta porque algunos cinéfilos empedernidos reaccionan con risas estentóreas, cómplices, al ver a Romy Schneider coquetear con su profesor cuando el reloj junto a la cruz del salón de clases marca un segundo antes de la cuatro de la tarde, misma hora en la que Bube (George Chakiris) y Mara (Claudia Cardinale) están a punto de darse un beso durante la siguiente escena del montaje. No se trata de una retahila de momentos inmortales; de hecho, una buena parte de esta película es pietaje de transición. Son pausas entre una escena célebre y otra de ensueño que en este ensamblaje adquieren un sentido dramático, provocando en algunos espectadores asombro, incluso cierta angustia.

Sin duda despierta sensaciones psiquedélicas, porque cuando ingresé en la sala en penumbras, lo primero que vi reflejado en la pantalla fue el espigado reloj de pared de madera roja que Arnold Schwarzeneger acababa de consultar antes de ir por el siguiente enemigo. Marcaba las 15:55 (no contaba con segundero), la misma hora que señalaba mi teléfono, lo sé porque lo saqué de mi bolsa a fin de apagar el sonido. Al sucederse las escenas tuve la sensación de que habían transcurrido al menos un par de días. Consulté el reloj de mi teléfono, pues tenía una cita. Las 16:01, ¡apenas seis minutos! En la pantalla, la carátula de un reloj decimonónico marcaba esa misma hora, momento preciso en el que James Stewart se da cuenta de que unos bandoleros intentarán hacer de las suyas y él debe evitarlo.

Semejante viaje al pasado a través del reloj que se resiste a avanzar o que se precipita hacia el futuro, estirando o recortando la brevedad del momento actual, deformando figuras, pieles, corazones, me obligó a buscar refugio en una banca. Mi vista se cruzó con una pieza de Alberto Giacometti, cuyas deformaciones figurativas expresan la crisis de identidad del individuo, asunto que a mediados del siglo XX se percibía a flor de piel. Su obsesión por las cabezas humanas va aparejada con las preocupaciones de aquellos que se acercan a sus pacientes y, desde el exterior, atienden y tratan de dar consuelo por lo que acontece allá adentro, muy adentro en cada uno de ellos. La imaginación de Giacometti convierte esa cascada emocional en manecillas de un reloj incólume, apartándose de los dilemas esculturales y pictóricos con respecto del espacio geométrico y la naturaleza de la luz que se ventilaban en ese momento.

No es fácil encontrar sentido a lo que se capta a través de la dermis, ni siquiera consultando el oráculo del tiempo. El teórico del arte, John Berger, defendió un realismo didáctico, doctrinario. Así, interpreta la obra de Giacometti como un ejemplo fehaciente de su disecada visión de la vida. Tal vez si Berger hubiese visto la película de los relojes que rozan la piel y se adhieren a ella como una lapa enamorada, habría reconsiderado sus afirmaciones, tan cortas como el paso de un segundo a otro.

Quizás no, pues resulta más difícil de lo que parece descubrir la profundidad en la superficie carnal. El cruce o el paralelismo con algunas ideas iconoclastas a veces facilita entender el camino contradictorio, cínico, celosamente privado y dolorosamente subjetivo del arte que produjo Giacometti, en cierta forma efectista y muy lejos de querer representar objetos o secuencias determinadas, según él, por una necesidad pequeño–burguesa de “limpiar” el mundo.

Antes de salir a la calle quincuagésimo novena y enfilar hacia el barrio de Chelsea coloco mis audífonos en su lugar, pidiendo que al inventor de estos ingenios con cancelación del ruido externo se le otorgue una visa dorada para entrar al cielo, al igual que a los artistas que hacen brillar la piel urbana, hecha de semáforos, postes de luz, muros de edificios, bancas de parques, banquetas. Mientras camino, se cuela hasta la médula una pieza, Heaven, del grupo británico Psychedelic Furs:

“There’s a hole in the sky
Where the sun don’t shine
And a clock on the wall
And it counts my time”.

Artículo anterior
Artículo siguiente

Notas relacionadas

Últimas noticias

spot_img
PHP Code Snippets Powered By : XYZScripts.com