Una de las pesadillas recurrentes de los artistas es la perniciosa, recurrente necesidad de romper los paradigmas vigentes. No todos lo consiguen, claro está, y en su intento pierden el rumbo. Hay, sin embargo, algunos que logran crear un objeto digno de ser considerado ruptura regeneradora.
Es el caso de Umberto Boccioni en Dinamismo de un cuerpo humano (1913), Hans Arp en Antes de mi nacimiento (1914), Kurt Schwitters en El alienista (1919), Christian Schad en Erotismo (1920), Frantise Kupka en Creación (1911-1920), Franz Marc en Destino de los animales (1913), Joaquín Torres García en Lo temporal no es más que un símbolo (1916), Marcel Janco en Baile en Zurich (1917) y Joan Miró en Aidez L ‘Espagne (1937).
Todos ellos se montaron en la esfera del tiempo al
concebir y elaborar estas obras, desvaneciendo en
su público la ilusión del cuerpo inmóvil. Kupka, por
ejemplo, también inventó el praxiscopio, esto es, un
cilindro de fotografías y una secuencia de espejos
que permite la ilusión de movimiento, lo cual le sugirió a Marcel Duchamp pintar sobre cristal, como años más tarde lo haría efectivamente.
Pero algo con lo que no pudieron lidiar los artistas
fue con su comprensible obsesión por dominar el
receptáculo de su obra y conocer al dedillo los materiales a su disposición, asunto que tuvo un punto culminante a mediados del siglo XX, al aparecer el
plástico, cuya estética se impuso porque aseguraba
nuestra sensación de realidad, al tiempo que otorgaba a las “artes plásticas” una renovada ilusión de belleza y frescura. Los creadores se empeñaron
entonces en demostrar que existe un aspecto de la
Naturaleza fuera de nuestro control y que, por tanto, es ajeno a la influencia de cualquier ser humano.
Recuerdo una exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en septiembre de 2000. El título era Ciencia inútil, y en ella se exploraba la proliferación de pseudociencias, fenómeno muy extendido hacia finales del siglo XIX y durante el XX. Las pseudociencias aparecieron cuando el conocimiento mágico y el método científico más primitivo comenzaron a separarse. Un ejemplo claro es el de la astrología y la astronomía.
Cada una siguió su propio camino, según sus propósitos diversos; cada una abordó de manera distinta la realidad y adoptó sus propias formas estéticas
para expresarse. Hoy en día la astrología es una
pseudociencia que forma parte del entretenimiento de algunas revistas y periódicos, y que algunos políticos y gente de la farándula se toman muy en
serio, mientras que la otra es una ciencia que nos ha
permitido echar un vistazo coherente al universo,
abriendo al mismo tiempo la alucinante posibilidad
de viajar por él.
Conforme me adentré en la exposición, descubrí
iconos del irracionalismo humorístico con los que
artistas como Marcel Duchamp, René Magritte,
Alfred Jarry y Jean Dubuffet, entre otros, tomaron
los más recientes avances de la ciencia y la tecnología de su momento. Llamaron mi atención los objetos y papeles generados por una curiosa sociedad, pseudoacadémica, fundada en París en 1948 bajo el nombre de Colegio de Patafísica, pues son
una prueba fehaciente de que, en efecto, existe un
aspecto de la Naturaleza lejano a la influencia de
cualquier ser humano, por lo que es inútil tratar de
controlarlo. Mejor reírse que freírse.
A lo largo de la exhibición se hizo patente cuán
obsesionados estaban los dadaístas con las nuevas
máquinas y su relación con lo vivo, mientras que los
patafísicos prefirieron volcarse sobre las implicaciones subjetivas y absurdas de la física nuclear, los primeros años de la mecánica cuántica y la astrofísica. Para ellos la patafísica no era un estilo estético ni una teoría científica, no contenía ninguna postura
política ni pertenecía a ninguna escuela del pensamiento. Era una parodia de las pseudociencias. Buscaban las excepciones a las reglas del conocimiento
científico tradicional. Fue proclamada la “ciencia de las soluciones imaginarias”.
Los neodadaístas de la década de 1960, cuya figura más conocida fue el músico estadounidense John Cage, adoptaron el azar como único método para
aproximarse a la realidad en términos estéticos. Según el artista belga Panamarenko, en el caso de su Objeto volador, de 1969, hecho con madera balsa,
plástico y tela, no importa si es la casualidad la que
gobierna su vuelo, real e inútilmente funciona.
Otros artistas, como Alexander Calder y Victor Vasarely, se ocuparon de las nuevas disciplinas del movimiento, esto es, la mecánica ondulatoria, la relatividad y la astrofísica, con lo que privilegiaron el proceso de experimentación sobre los resultados. Construyeron objetos que funcionan y no sirven para nada.
Semejante muestra de “ciencia inútil” fue un
ejemplo claro de que el acelerado desarrollo de los
descubrimientos científicos, gran parte traducido
en infinidad de tecnologías e inventos, uno más sofisticado que el otro, influyó de manera profunda en las artes plásticas del siglo XX.
El registro minucioso de fenómenos y las mediciones precisas de asuntos irrelevantes con el propósito exclusivo de sorprender al espectador revelan el empeño de muchos de estos artistas por hacer que el objeto estético y el objeto metafórico sean una misma
cosa. Ya sea conscientemente o no, cuando la metáfora es el objeto elemental y en ella reside una idea científica, habremos encontrado “la célula bella”, como la
llamaba el escritor José Ortega y Gasset.