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jueves, septiembre 19, 2024

Monsiváis burlón, Duchamp rebelde

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Pocas veces platiqué con Carlos Monsiváis, y en todas esas ocasiones él aprovechó la mínima oportunidad para hacer escarnio de los gadgets tecnológicos y pitorrearse de diversos asuntos que de alguna manera tenían que ver con un descubrimiento o idea acerca de la naturaleza.

Alguna vez satirizó la afición a la aspirina como una obsesión del humano moderno por suprimir la infelicidad.

Poseía una memoria prodigiosa, la cual utilizaba para hacer caer a los lisonjeros. Con sorna, inventaba referencias, versos apócrifos a fin de descubrir al esnob que afirmaba, presuroso: “¡Ah sí!, ya lo leí”.

Recuerdo que en otra oportunidad se refirió a las
tres versiones de 3 Stoppages étalon (1913-1914)
con su peculiar humor, haciendo notar que Marcel
Duchamp no necesitó más que una caja de croquet
para representar algo que nadie entendía.

En efecto, el dadaísta francés había interpretado
de manera impecable la definición matemática de
una línea geométrica unidimensional, sin anchura
ni profundidad, solo longitud, evocando de paso las
curiosas contracciones y deformaciones que experimentaría un observador si osara aproximarse a la velocidad de la luz.

La pasión infantil que sintió Duchamp al final de
su vida por el ajedrez, especie de ingenuidad senil,
lo llevó a considerarla una actividad preferible al
arte, pues aquél no podía ser comprado con dinero ni dádivas. A mí me confirmó lo que Monsiváis insinuó aquella vez: aquí no se salva ni Dios, lo pusieron de patitas en la calle.

Vale la pena aclarar que Duchamp no estaba tan
perdido; se las ingenió para establecer un símil razonable entre su obra y la capacidad de ejecutar varias tareas en forma simultánea, de una manera holística, como hacen los maestros ajedrecistas, quienes juegan las partidas sin ver el tablero y sin
tener contacto con las piezas, comunicando sus movimientos por escrito.

De esa manera Duchamp construyó objetos híbridos, anclados en el dadaísmo puro, alejándose poco a poco del surrealismo bretoniano. Ideó encomiendas artísticas entre la especulación numérica y el flujo libre de la conciencia a ciegas; lo hizo hilvanando objetos caseros e ideas matemáticas que lo catapultaron hacia una nueva etapa de su vida.

El fauvismo, el cubismo y el futurismo dieron coherencia visual, sensorial a propuestas neurofisiológicas que en su momento ni siquiera podían ser verbalizadas. La invención del inconsciente por parte de Sigmund Freud tampoco parecía relacionarse de ninguna manera con el relativismo de Albert Einstein.

Sin embargo, la gente que negaba estos puntos
de encuentro con el arte cubista, por ejemplo, o
bien que no encontraba explicación a una pintura
disparatada, estaba muy dispuesta a reconocer que
los sueños podían interpretarse y, sobre todo, que
en ellos el tiempo y el espacio se mostraban como
aberraciones de la realidad cotidiana.

Artistas como Duchamp descubrieron que el
tiempo lineal era un espejismo y la belleza no sigue los patrones de la conciencia. Al otro lado de la realidad, que puede ser especular o no, residen los
sueños, protagonistas de la voluntad humana, sucediéndose uno tras otro en un peculiar estado del espacio–tiempo.

Desde que Piero della Francesca se ocupó de afinar la pintura de sombras en el siglo XV y revelar los detalles para lograrlas, su método siguió usándose hasta la década de 1860. En cambio, Giorgio de Chirico expresó a su manera las “falacias” del absolutismo newtoniano y fundó un movimiento en 1917, conocido como pintura metafísica.

Al igual que los cubistas, distorsionó el espacio;
aunque, a diferencia de éstos, de Chirico rompió la
perspectiva al exagerar la profundidad de sus cuadros, ofreciéndonos la ilusión de una mayor profundidad, como si viéramos a través de un telescopio
invertido. También exploró con el tiempo distorsionado al incluir figuras oníricas que proyectan sombras extrañas bajo cielos inciertos.

Este fenómeno, la proyección de sombras debido a la rotación terrestre, es, junto con el intervalo de los sonidos, el único indicativo que tenemos
para darnos cuenta de que el tiempo pasa. Giorgio
de Chirico pone énfasis en ello, por ejemplo, en
Enigma de la hora (1912) y en Nostalgia del infinito
(1914). El impacto fue tan grande que cimbró los
fundamentos mismos del surrealismo; André Breton lo acusó de “burlarse del tiempo”.

Pero el artista greco-italiano no tenía, por mucho,
un conocimiento profundo de la ciencia, aunque
fue el primero en combinar en forma repetida relojes, reglas y trenes, objetos emblemáticos del juego
entre el espacio–tiempo y la observación milenaria
de los humanos. Otro adelantado fue el surrealista
René Magritte, quien se permitió pintar por primera vez sobre otra cosa que no fuera pintura.

Nótese también que estos tres objetos (relojes,
reglas, trenes) son iconos del progreso tecnológico
y la invención científica; además, los dos primeros
fueron puestos en tela de juicio por la relatividad
einsteiniana, mientras que Albert Einstein utilizó el
tren en sus ejemplos para mostrar los cambios, tanto en el espacio–tiempo como en la percepción de potenciales observadores que viajen cada vez más
cerca a los 300 mil km/seg, la velocidad de la luz.

Leonard Shlain encuentra una interesante correlación entre la obra de Giorgio de Chirico y los descubrimientos en esa época del ornitólogo Gustave Kramer en su libro Art & Physics. El también zoólogo alemán demostró que las aves pueden viajar enormes distancias en sus diversos recorridos migratorios debido a que utilizan un radar natural,
cuyo propósito es analizar el color del cielo, la intensidad de la luz y la inclinación del sol, es decir, están dotados de instrumentos de navegación para
saber su posición en el espacio y el tiempo.

Shlain se pregunta si podemos atribuir al radar
artístico de De Chirico la necesidad de advertir al
espectador que estaba por descubrirse una nueva
forma de concebir la realidad espaciotemporal.

Desde tiempo atrás los pintores habían descubierto
que el laboratorio es la casa de la ciencia, pero no se
atrevían a declarar que el museo es el arte.
Hubo una época en que las pinturas estaban en
manos de los nobles y solo ellos podían poseerlas,
aunque, ¿realmente las disfrutaban, como lo hacemos nosotros ahora? Dadaístas, suprematistas, surrealistas intentaron responder esta pregunta
suprimiendo el goce estético que no es chicha ni limonada; hicieron mofa del gusto convencional, sin identidad, de quienes viven un dilema existencial
de sentirse a caballo amargo entre lo aristócrata y lo burgués.

Hay quienes piensan definitivamente que ni aristócratas ni burgueses pudieron experimentar, salvo en excepcionales casos, la misma calidad emocional o emoción estética que cualquier ciudadano común hoy en día. No es fácil determinarlo, pero
es cierto que su cultura se hallaba atascada, enredada en conceptos erróneos sobre la naturaleza y el bienestar social. Una radiografía de esta clase de
personas y su intimidad estética puede leerse en
Oblomov, novela de Iván Goncharov publicada en Moscú, en 1859.

Baste decir que la burguesía francesa abrió las
puertas del palacio del Louvre cien años después de
la decapitación de Luis XVI, acaecida en 1793, luego de la revolución. Y es que los cuadros no existieron como los miramos hoy hasta pocos años antes
de la caída de la monarquía.

En realidad, solían formar parte de la decoración
interior de palacetes y casonas, sirviendo para tapar
las paredes insulsas; los nobles no colgaban sus cuadros con la intención de entenderlos, cosa vana, sino
de obtener un goce estético, más allá del intercambio
mercantil de sentimientos que se desprende cuando
crees que estás frente a una especie de papel tapiz,
susceptible de ser recortado y renovado a capricho,
cuya función consiste en ocultar espacios feos.

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