Una tarde dominguera de agosto de 1993, en la
que la lluvia se abría paso bajo un cielo azul cobalto, me apersoné en la casa del escritor cubano, Guillermo Cabrera Infante. El autor de la delirante
novela Tres tristes tigres me había invitado a su casa
en South Kensington, barrio de la capital británica,
a tomar un cafecito preparado por su esposa, Miriam Gómez, inmejorable oportunidad para espabilarme un rato y charlar de esto y lo otro.
Siempre resultó grato chismorrear con él de cine,
pues en la década de los 90 formó parte del jurado
del festival de Cannes, alentado por su amigo Andy
García. Por supuesto, habíamos hablado antes de
literatura, de aquellos asuntos que vale la pena
tomar en cuenta al construir un relato. Y, aunque
usted no lo crea, esa tarde resultó que el endemoniado novelista también sabía algo del desquiciado,
disciplinado, bizarro mundillo de la música pop con
tintes rocanroleros.
Para demostrarlo, se levantó de su sillón y puso
un casete de una banda de Manchester apenas conocida, Oasis; de hecho, se trataba de un demo con una etiqueta artesanal que decía: Live Demonstration Tape. Su mejor álbum, (What´s the Story?) Morning Glory, estaba por llegar dos años más
tarde, aunque hay quienes piensan que el espíritu
genuino de la banda se percibe solo en su primer
trabajo de estudio: Definitely Maybe (1994).
El café que preparó Miriam me cayó de perlas. Les
platiqué que muy temprano por la mañana del sábado
anterior había salido de las suaves lomas de Lothian,
en las afueras de Edimburgo, Escocia, saltando de un
autobús a un tren y luego a otro, con el único propósito de no sangrar mi bolsillo, pero llegar a tiempo y
encontrar un buen lugar para disfrutar del concierto
veraniego que se llevaría a cabo el domingo al mediodía en un rincón del gigantesco parque Finsbury, al
norte de Londres. Luego tenía que regresar a tierras
escocesas esa misma noche y cumplir con mis deberes
literarios el lunes por la mañana.
“¿Tan maravilloso fue el concierto para que te pegaras semejante desvelada de órdago?”, preguntó
Guillermo, riendo.
“¡No me lo podía perder! —respondí, entusiasmado—. De entremés se presentó el grupo telonero 4 Non Blondes, que está lanzando una pieza bastante buena: What´s Up?
“O lo que es lo mismo, What´s poppin? —intervino Guillermo—, “sí, ya la escuché”, “es buena”.
“Luego siguieron unos maestros de la bohemia
grunge, Pearl Jam, ¿los conoce?”
Guillermo sonrió, asintiendo. Miriam aprovechó la
pausa para retirarse y dejarnos seguir con extravagancias propias de espíritus libres e infantiles, dijo.
“¿Y el platillo principal?”, siguió Guillermo.
“Neil Young, el decano del grunge. Uno de mis
cantautores favoritos, junto con Bob Dylan…”.
Dudé en seguir. Tal vez él tendría algo qué agregar. Me dejó continuar para que expusiera al menos
un argumento.
“Creo que ha mostrado a lo largo de los años la
fuerza del narrador y la pertinencia del poeta, ¿no
le parece?”
Enseguida mi cuerpo me traicionó. No hubo
oportunidad de hablar de literatura, ni de nada
más. Para alguien que duerme regularmente 7, 8
horas, no haber pegado el ojo excepto a ratos en los
vagones ferroviarios durante los últimos dos días
el peaje fue costoso, sobre todo, inesperado. No
recuerdo a ciencia cierta si clavé el pico o me acurruqué en el sofá y Miriam tuvo la consideración de echarme una cobija, el caso es que de pronto vi
a Mary Poppins escalando la fachada del banco de
Londres; luego se apareció cantando en la catedral
de St Paul. Pero puedo asegurarles que las poppies
de Mary nunca entraron por esta boca.
Un momento, ¿me había quedado dormido en la
casa de Miriam y Guillermo, pero había despertado en
otra, marcada con el número 17 de Cherry Tree Lane?
Not properly poppin, sir, not at all. ¿Dyck Van Dyke se
había transformado en Guillermo Cabrera Infante y
Julie Andrews en Miriam Gómez? ¿O viceversa? Alguien me convenció de que no todo lo que fluye en una dirección puede revertirse. Lo circular también
es una ilusión. Lo comprobé esa tarde, al dejar atrás
la casa donde la nana Poppins hizo de las suyas, pues
como me dijo ella en el porche de la entrada, tratando
de consolarme: “todo está en tu cabeza, cariño”.
Caminé hacia la estación de trenes por el que, se
suponía, era el barrio real de Kensington y Chelsea;
resultó ser un antiguo poblado donde se cultivaba
la tierra y las criaturas retozaban en el prado. Ahí
se apareció la escritora australiana, Helen Lyndon
Goff, quien a los 25 años de edad dejó su hogar y
se instaló en Londres: Bajo el seudónimo de Pamela
Lyndon Travers comenzó a escribir y publicar desde
1933 las historias de esta alocada niñera; triunfó y
se la hizo cansada a Disney antes de cederle los derechos para el cinematógrafo. Iba acompañada de Madge Burnand; me dieron las “buenas noches” y
desaparecieron en la noche.
Luego pasé por el teatro donde se llevaba a cabo
la enésima representación del musical que hace sesenta años dio pie a la película. Todas las letras pintadas, labradas, desde las placas con los nombres
de las calles hasta las marquesinas de teatros y negocios, brillaban escritas en variantes de la fuente tipográfica Poppins.
Mi subconsciente no pudo hacer más que seguir
la corriente de los meandros oníricos, siempre llenos de clisés y adrenalina con un tropiezo de dopamina. El yo interno encontró a los hermanos Noel
y Liam Gallagher postrados en su respectiva silla
de ruedas, con los brazos enyesados, aun así, dispuestos a ofrecer al público una última supernova de champagne al cabo de todos estos años. Life is
poppin! Se abrazaron como pudieron; uno le dijo al
otro a gritos, en su cogney de Manchester: “¡Por mi
madre, manito, que es tu madre, el reven de anoche
estuvo poppin!”
And all the roads we have to walk are winding
And all the lights that lead us there are blinding…
¿Bailaremos, Mary, en el parque del Regente,
como solo tú lo sabes hacer, bien poppin, y más tarde nos refugiaremos la noche entera en ese oasis que nos protegerá de la bruma londinense?