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jueves, noviembre 21, 2024

Formas en el espacio

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Vale la pena recordar que el mundo, no solo Europa, comenzó a transformarse como nunca a partir de 1770. El surgimiento de la ciudadanía, novedosas técnicas de sembrar, inéditas formas de vivir en concentraciones urbanas cada vez más populosas, maneras de desplazarse nunca antes vistas, de comerciar, de someter al vecino por la fuerza, todo ello cambió cuando la poderosa ciencia química consiguió crear novedosas aleaciones de metales y de esa manera permitió que se inventaran artefactos impensables apenas una década atrás.  

La sensación de que el tiempo ha venido acelerándose desde entonces es un hecho que ha afectado el arte hasta nuestros días. Lo difuso de la primera teoría atómica vivió momentos dramáticos y espectaculares con la epopeya de la familia Curie, al tiempo que los impresionistas se convertían en maestros manipuladores del color.  

Sirvieron de catalizadores a una sociedad que deseaba tomar partido, encarar a su oponente y hacerle sentir su más profundo tradicionalismo. Las naciones-estado abordaron una especie de ascensor y escalaron las dimensiones de sus propósitos, por lo que la concepción del arte como una forma de imitar la naturaleza quedó superada.  

Otros visionarios como Vincent van Gogh (1853-1890) y Paul Cézanne (1839-1906) se convirtieron en intérpretes de una nueva forma de organizar el espacio, no desde la perspectiva central, sino a partir del color. Pintaron organismos nacientes, plasmaron sus sueños, a veces pesadillescos; contemplaron la muerte, todo a partir del color.  

El principio organizativo de sus cuadros abandonó el conjunto compositivo y se instaló en las distintas formas. Sus sucesores entendieron el mensaje, por lo que abandonaron la estructura lineal y estática de la mecánica euclidiana-newtoniana para hacer que las formas y los colores se volviesen autónomos, dando paso así al cubismo.  

La separación entre lo verbal y lo imaginado volvió a confundirse después de la aparición de los dadaístas y los surrealistas. Puesto que la obra de arte se había convertido en el icono de una liturgia religiosa, la cual se mantenía viva porque era incomprensible, los artistas modernos se lanzaron a desenmascarar la posible meditación que pudiera contener cualquier obra, demostrando que la vida es un proceso; el sueño, una bandera; la muerte, un detalle.  

La fotografía y el cinematógrafo, por su parte, son atomistas por naturaleza, pues pertenecen a la nueva física que revolucionó nuestra forma de ver el mundo, sin olvidar, además, que otras ciencias como la química han sido cruciales para su desarrollo.  

“El tiempo observado”, así podría nombrarse la era en que el genio matemático se materializó en la pintura. Desde la recuperación de las ideas clásicas y hasta su superación durante el Renacimiento, fueron pintores, escultores y arquitectos quienes impulsaron por diversos caminos estilísticos el uso de artificios.  

Descubrieron la perspectiva lineal y se sirvieron de manera intensiva de las diversas figuras que pueden proyectarse en la geometría euclidiana; los más avezados rompieron con los patrones sin perder la sensación de realidad, más bien ganándola.  

Podemos decir, por ejemplo, que el valor de Las Meninas, de Diego Velázquez (1599-1660), radica en la manera como este pintor español expresa el problema del arte moderno no figurativo a través de un lenguaje figurativo. Dicho de otra manera, Velázquez reconoce el papel del observador en el experimento, mientras que en el mundo de la ciencia esto no sucedió hasta la primera mitad del siglo XX. Su famoso cuadro es, de paso, una lección contra los excesos “matematizantes” de la escuela italiana.  

Vemos lo que miran Felipe IV, Mariana de Austria, las infantas, el pintor, los enanos y el hombre al fondo, junto al punto de fuga, pintados en un sencillo juego de espejos. Como se sabe, conquistar la difícil sencillez conduce a la maestría. Y por eso Velázquez solo pudo realizar este cuadro en 1656, al final de su exitosa vida artística y social.  

Pintando literalmente “a ojo de buen cubero”, desafió la perspectiva lineal, dependiente de los aparatos e hizo algo más. Desplazó al espectador, reconociendo que todos influimos en el experimento, como lo harían en su momento el químico Lavoisier y luego los físicos que descubrieron el interior del átomo.  

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