La Galería Nacional de Washington DC, abrió una muestra dedicada al genial pintor flamenco del siglo XVII, Johannes Vermeer, pero para sorpresa de los visitantes solo la mitad de la media docena de cuadros exhibidos fueron pintados por él, los otros eran imitaciones. Hace algunos años la Galería Nacional de Londres también dedicó una muestra temporal a obras de desconocidos temerarios que pretendieron hacerlas pasar por la autoría de algún artista famoso. Lo mismo sucedió no hace mucho en el Museo de Bellas Artes Taft, en Cincinnati, donde se montó una exposición bajo el título de Falsificadores, copistas y seguidores.
¿Qué motiva esta morbosa curiosidad de los curadores de arte por el engaño? ¿Buscan indagar en los recovecos oscuros de la conducta humana los motivos para buscar fama de esa manera?, ¿lo hacen por inseguridad o por una suerte de venganza, por un deseo de suplantar al otro pues creen ser mejores que él? Un aspecto positivo es que en tales exposiciones se reconoce la similitud de estilos y pulsos pictóricos que hubo entre alumnos anónimos y maestros de renombre, condición histórica que ha confundido en más de una ocasión a los expertos. Tampoco se desprecia la dedicación de los falsificadores en su búsqueda de una cima que otro ha alcanzado antes, ni la socarronería de algunos, cuyo propósito es burlarse sin que nos demos cuenta.
A pesar de que, desde el Renacimiento, el artista
adquirió nombre y reputación individual por encima del taller al que pertenecía, no se profesaba la clase de respeto, de veneración hacia la obra de arte
que vemos en nuestros días. Con el surgimiento de
los museos se “sacralizó” la actividad creadora; muy
pronto los románticos impusieron su actitud meditabunda como la manera de mirar el arte que ahí se exhibía. No se iba a establecer un diálogo, sino
a meditar, a escudriñar en las visiones interiores
de los grandes genios. Y si no se entendían, mejor,
pues quería decir que eran más “profundas”.
Los museos asimilaron la reacción del arte
moderno, que pretendía renunciar a representar
objetos y doblegarse a la inmediatez de la percepción sensible del arte como se usaba desde el Renacimiento. Hacia finales del siglo XIX, y sobre todo a lo largo del XX, los artistas plásticos aumentaron la dosis de incomprensibilidad en su
obra con objeto de que el espectador se olvidara de esa actitud pedante, meditativa, explicable en la época de los románticos, pero que en los
museos de nuestros días por lo general monta al
público en un tiovivo de imágenes inconexas y,
finalmente, invita a la mayoría a desertar, pues
ya no importa si estamos frente a un original o
disfrutamos de una imitación.
Quizás sin pretenderlo, al desaparecer el preciosismo en su obra muchos artistas comenzaron a minar la necesidad de algunos falsificadores.
Hubo diversas respuestas, entre ellas la de Marcel
Duchamp, quien a fin de neutralizar esta manía pequeño burguesa incorporó artículos industriales, desechos de una sociedad cimentada en los descubrimientos científicos que se habían acumulado a lo largo de 300 años y los avances tecnológicos de
muchos siglos atrás, pero que no tenían sentido estético y poco valor monetario.
En 1900, el mundo civilizado creía saberlo todo.
Cincuenta años después, debido a las nuevas ideas
en la física y también en la biología, incluso en la
química (con la aparición del plástico, por ejemplo),
se tuvo que recular, aceptando que casi ninguna respuesta definitiva se había dado a una diversidad de cuestiones acerca de nosotros mismos y de nuestra realidad circundante y lejana.
Una vez más, en la primera década del siglo XXI
volvimos a pensar que muchas respuestas básicas
estaban resueltas. Pero el avance de la genética
molecular, el desarrollo de las biotecnologías y los
novedosos experimentos en neurofisiología, sin olvidar la conquista del espacio profundo, obligó de nueva cuenta a replantear las preguntas. Este panorama cimbró el arte.
Incluso en otras áreas, como la física de partículas
que floreció a lo largo del siglo pasado, donde no parece haber nuevas cuestiones fundamentales qué responder, tal vez surja una nueva física en las próximas
décadas. Entonces se plantearán preguntas inéditas y
algunos artistas encontrarán sentido a su obra, al saber que se relaciona con algo que está esperándolos en una realidad hasta ahora desconocida.
No debe pensarse que todas esas personas con conocimientos científicos y tecnológicos tan sofisticados sean inútiles, como algunos críticos sugieren; por el
contrario, las diversas aplicaciones de sus investigaciones sorprenden y la sociedad resulta beneficiada. Novedosas aleaciones, mejores plásticos reciclables,
dispositivos electrónicos basados en secuelas tecnológicas de los descubrimientos de la física, todo es usado ahora con un apetito voraz tanto por artistas como por
gente común a ritmo de tik tok.
Como lo escribió la estudiosa de arte, Teresa del
Conde, “no hay nada nuevo bajo el sol, excepto si de
tecnología se trata, porque los conceptos vienen ya reciclados, sin que nos vayamos hasta Marcel Duchamp para comprobarlo” (La Jornada, 31 de julio de 2007).
Edvard Munch también percibió la necesidad de
romper el paradigma imperante, en su caso, el de
la luz y el color, de manera que pintó, por ejemplo,
Baile en la orilla (1899), con lo que impuso una nueva sintaxis cromática tan influyente que los pintores impresionistas mediterráneos han sido considerados por el estudioso de arte, José F. Yvars, “con versos nórdicos”. Ejemplo es Van Gogh, quien vio,
como ninguno, lo que Munch tenía que enseñarles:
“El Mediterráneo tiene el color de un pez común en
los mares de España, la caballa, que siempre cambia
y nunca se sabe si es verde o violeta. O azul, pues
un momento después ya se ha tornado rosa. O gris”.
Munch no solo representó la relación entre enfermedad, locura y muerte, de moda entre los románticos de su época, sino que también estuvo empeñado
en combatir el engaño de los falsificadores. Su relación con los anarquistas radicales muestra que veía en la desesperación un bálsamo religioso. Aludir, como
lo hace Munch, por ejemplo, en Las tres edades de la
mujer. Esfinge (1894-1895), significa sugerir. Tal es el
sueño del falsificador, descubrir las sugerencias, las
claves irrepetibles que guiaron la mano del artista,
como sucedió con el químico Kekulé cuando encontró, en un golpe de inspiración, la forma que adopta la molécula del benceno en el espacio.