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miércoles, febrero 12, 2025

El estanque vacío y la emancipación del color

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Los visitantes van en tropel por las salas del Museo de Orsay, en París, de cuyas paredes cuelgan docenas de obras magníficas, enigmáticas, históricas. En algunas de esas salas cuelgan cuadros de pintores impresionistas. Objetos, personas apenas bañadas de luz artificial saturan el espacio. Ahí, cuando lo mejor que puedes hacer es quedarte quieto y cerrar los ojos, surgen los cuadros de Paul Cézanne. 

Si tienes la paciencia de contemplarlos unos minutos, abstrayéndote de la turba que pasa sin cesar, entenderás por qué el espacio pictórico tenía que dejar de ser un estanque vacío que los artistas se limitaban a utilizar como depósito de sus objetos, según un orden determinado por las ideas de Newton y la geometría de Euclides. Ahora, gracias a Cézanne, se enfrentarían a una nueva realidad, en la que la línea divisoria entre espacio y masa no estaba claramente delineada porque se trataba de una frontera dúctil, flexible, interactiva. Su ejemplo cundió entre sus contemporáneos y en otros que vinieron después. 

Jugar con la idea de neutralizar el peso de la gravedad en nuestro mundo ha sido un sueño antiguo de la humanidad y es el principio que anima la necesidad de volar. No en balde un tema raro en la pintura occidental —los acróbatas de circo que se ganan la vida desafiando dicha condición física—, fue central en una serie de tintas diseñadas por Manet en 1862.  

Pocos años más tarde, Edgar Degas volvió sobre el tema de los acróbatas que intentan surcar el espacio superior en Señorita La La en el Circo Fernando, París (1879). La línea del horizonte no es tan evidente, la disposición de los elementos hace que el techo se distorsione y el ángulo de visión perturba al espectador debido a la peculiar perspectiva que el autor adoptó.  

El caso de Georges Seurat es elocuente, pues mientras que la mayoría de sus cuadros están pintados bajo un esquema estático y arquitectónico, cuando se ocupa de acróbatas (El circo, 1891) enseña ese frágil equilibrio dinámico que mantiene a la bailarina sobre el lomo del caballo… aún.  

Otro pintor presto a poner a volar a sus personajes es Pablo Picasso, quien entre 1903 y 1904 se dedicó casi en forma exclusiva a retratar una familia de saltimbanquis de circo. A partir del año siguiente, y mientras duró su periodo rosa, Picasso hizo de malabaristas y acróbatas su tema principal. Así, se convirtió en un intérprete radical, iconoclasta e irracional de las relaciones entre el espacio y la masa, y llevó los chispazos visionarios de Cézanne un paso más allá, es decir, más lejos del suelo.  

Vincent Van Gogh, maravillado por la profundidad y espectacularidad de los efectos que provocaban los rayos del sol, intentó sopesar la luz, materializarla. Fue el artista que supo representar mejor esta forma cuantitativa de entender la energía solar.  

De hecho, si la energía contenida en un haz de luz puede convertirse y expresarse en toneladas por segundo, también podemos expresarla en kilogramos de masa sólida. Por tanto, es posible conocer “el peso” de la luz. Según cálculos de astrofísicos, unas 160 toneladas de luz proveniente de nuestra estrella caen sobre la superficie terrestre cada año.  

Los cuadros Noche estrellada sobre el Ródano (1888) y Noche estrellada (1889) demuestran que Van Gogh supo expresar cuán grave es el color de la noche, en espera del nuevo sol. Abandonó el pincel por la espátula, en un acto de recuperación, dándonos a entender que la estrella que nos da vida y genera los colores no puede ser un adorno más en el horizonte. Es posible apreciar este cambio de posición del sol en otros tres cuadros sobre los campesinos que siembran en los campos de Arles, pintados hacia 1888.  

También Georges Seurat, en Domingo por la tarde en la isla de la Grande Jatte (1884), dio prioridad a la composición y el espectro cromático sobre la línea y el tema, creando formas y volúmenes a partir de la meticulosa yuxtaposición de pequeños puntos de color puro. Al igual que Van Gogh, declaró que el color expresa algo por sí mismo; algo que es libre y, por ende, relativo.  

Paul Gauguin fue uno de los primeros pintores en reconocer no solo el valor emocional de lo que percibimos colorido, sino que dicho valor es ciertamente relativo, nunca absoluto. En su cuadro La visión después del sermón. Jacob lucha con el ángel (1888) el rojo del césped muestra la determinación del pintor de ejercer un determinado control sobre el color antes que ser fiel a la realidad; el propósito es manipular la composición, y con ello los sentimientos que habrá de despertar en los espectadores.  

Además, anticipa la idea del efecto Doppler aplicado a la luz. Este fenómeno consiste en la variación de la intensidad sonora de un objeto que se mueve con respecto a un punto de referencia. Podemos notarlo cuando escuchamos el paso de una ambulancia que lleva la sirena abierta; Einstein lo usó para suponer que la percepción cromática de un objeto que viaja a muy altas velocidades depende de la dirección y velocidad del observador.  

Así que fue Cézanne quien otorgó edad adulta al color, hasta ese momento algo pueril; la emancipación propuesta por él y los amigos del imaginario pictórico sucede mientras los químicos alemanes Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen refinan, en 1859, un artefacto que permite contemplar la pasarela de la luz en sus diversas modalidades electromagnéticas.  

Con esta poderosa herramienta ayudaron a minar viejas concepciones, permitiéndonos admirar la intimidad de objetos luminosos: átomos vibrantes, moléculas grisáceas, opacas, campos de algodón níveo, cuerpos de cirqueros vestidos de seda granate y azul plumbago, el Sol ígneo, cúmulos galácticos de indómita brillantez.  

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