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jueves, noviembre 21, 2024

Arte y matemáticas en la cabeza de la hidra

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¿Puede decirse que el desarrollo de una geometría distinta a la de Euclides conmocionó a quienes dentro del arte creían aún en las verdades eternas? ¿Existió alguna vez un arte inmóvil, armónico, perfecto, basado en postulados evidentes y claros como la luz del día que baña las costas griegas del mar Egeo?
Edward Kasner y James Newman, en su libro Mathematics and the Imagination (1940), aseguran que hay indicios para suponer que el mismo Euclides albergaba algunas dudas acerca del absoluto dominio que su geometría podría tener sobre la realidad eterna, pues no consideraba el quinto de sus postulados tan evidente en sí mismo como los primeros cuatro. De acuerdo a dicha propuesta, por cualquier punto del plano puede trazarse una y solo una recta paralela a una recta dada.
Dos mil años más tarde, en 1830, el matemático ruso Nikolai Lobachevski, el húngaro Farkas Bolyai y el alemán Georg Bernhard Riemann demostraron que no necesariamente el espacio obedecía los postulados de Euclides, sino que más bien éstos se hallaban al servicio del espacio. Pensaron lo contrario al antiguo griego, esto es, que por un punto exterior a una recta se pueden trazar más de una recta paralelas a la dada; de hecho, se pueden trazar infinitas paralelas. Esta geometría hiperbólica nos muestra que cualquier constructo geométrico será verdadero siempre y cuando no se convierta en una de las muchas cabezas de la hidra, inagotable fuente de callejones sin salida.
Al tratar de dilucidar en qué clase de espacio vivimos en realidad, los científicos tienen algunas pruebas de que es más bien curvo que recto. Para cada superficie, por compleja que sea su curvatura, hay siempre una geometría que la satisface en lo particular; para cada manifestación de un artista hay superficies y formas en espera de ser descubiertas.
Durante siglos la pintura nos ayudó a dejar de compadecer a los enjutos habitantes de ese universo bidimensional que vemos en cada lienzo, ya que tendemos a mostrar las mismas limitaciones intelectuales cuando tratamos de representar nuestro mundo a nosotros mismos y no al público que admira una obra expuesta. De hecho, vamos más lejos porque rechazamos nuestra propia experiencia y la sustituimos por la del artista.
Nos interesan más nuestras necesidades que la lógica de cualquier geometría detrás de una obra de arte, aunque si aprendemos un par de trucos sabremos por qué tanto las matemáticas como las artes visuales pueden decir que nunca nos engañan, aunque siempre mienten e intentan enredarnos… como la cabeza de la hidra.
Ya el arte primitivo hacía suyas estas geometrías no euclidianas, según nos ilustra Leonard Shlain en su libro Art and Physics (1991). Para los nativos de la actual Nigeria, para los indios hopi de América y los aborígenes de Australia, las nociones de tiempo y espacio son distintas de las desarrolladas por el arte europeo.
El primer pintor del viejo continente en reconocer la vitalidad en cuanto a la manera de concebir la relación entre el espacio y el tiempo en las obras de arte primitivo fue Théodore Géricault en su cuadro La balsa de Medusa (1818). Ahí el que mira hacia el horizonte después del desastre es el africano, lo cual enfatiza la renovada importancia de dicho arte ancestral en el mundo que estaba entrando en una nueva fase científica y tecnológica.
Algo similar sucedió con Gauguin. En su cuadro Fatata te Miti (1892) se adelanta a la caída del paradigma del espacio uniforme, el tiempo lineal y la luz relativa que Albert Einstein expresaría en ecuaciones pocos años más tarde a través de la glorificación de la vida silvestre y sus expresiones artísticas primitivas.
Henri Rousseau también interpretó estos cruces, por ejemplo, en su cuadro El encantador de serpientes (1907), preludiando los cambios que habrían de darse en el pensamiento occidental. Finalmente tenemos a Pablo Picasso y sus hallazgos luego de admirar la exposición de máscaras y otros adminículos tribales africanos en el Museo del Hombre de Trocadero, en París, lo cual consumó la transformación más radical del arte desde las aportaciones de Giotto quinientos años antes.
Quienes creen que solo divirtiéndonos podemos aprender, entenderán cuando un educador radical propone que en las escuelas los alumnos no hagan otra cosa que armar rompecabezas y recibir clases de paradojas. Y es que las recreaciones matemáticas aguzan el ingenio, estimulan la inventiva, tanto así que la teoría de ecuaciones, la probabilidad, el cálculo infinitesimal, la teoría de conjuntos, la topología, todas estas materias han surgido a partir de la resolución de paradojas y rompecabezas, algunos de los cuales se cuentan entre los juegos para desafiar la mente más antiguos.
Los acertijos y rompecabezas parecen complicados porque no es fácil interpretarlos en términos precisos, como acontece en el arte, sobre todo después de los impresionistas y hasta nuestros días. Los problemas pueden confundir, abrumar con aparentes palabras superfluas a personas que no les gusta quebrarse la cabeza tratando de resolver un misterio, ya sea matemático o artístico.
A diferencia de una paradoja, que es una expresión o enunciado un tanto engañoso y contradictorio, el rompecabezas es un juego de ingenio con un truco. Lo que tenemos ahora, en la tercera década del siglo XXI, es poco arte paradójico, contradictorio, y abundante arte superfluo e ingenioso.
En el grabado de Alberto Durero, Melancolía (1514), aparece un dibujo de un conocido pasatiempo matemático, el cuadrado mágico; consiste en encontrar una disposición de números enteros en un cuadrado que, al sumarse en renglones, diagonales o columnas, arrojen el mismo resultado. Semejante clase de pasatiempos datan al menos de la época de los antiguos árabes (hace mil quinientos años); han sido apreciados por su aspecto lúdico, liberador, que nos hace mirar de manera renovada aspectos abstrusos o deprimentes.
Otro asunto matemático que está muy presente en el arte moderno es la teoría de los números, pues no requiere grandes conocimientos técnicos para ser comprendida por el aficionado atento, como Pierre de Fermat, quien no temió enfrentarse a la serpiente de mil cabezas que acecha en el ámbito de las matemáticas y surge en el reino del arte cuando uno no lo espera.

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