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miércoles, abril 24, 2024

Sesenta días con Sigilo

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Escribir una novela por entregas es el sueño de muchos escritores que crecimos con las historias de Dickens, Alejandro Dumas, Balzac, Víctor Hugo, Flaubert, Tolstoi, Dostoievski, Salgari o Benito Pérez Galdós. Para mí fue una sorpresa saber –gracias a una maestra enamorada de su materia: Literatura Universal– que muchas de las más grandes obras de esos escritores fueron publicadas en periódicos, es decir, nacieron como folletines (nombre original de las novelas por entregas). Y se caracterizaban por atender gustos y expectativas de una sociedad apabullada por la miseria, las enfermedades, la falta de fuentes de subsistencia, el analfabetismo, las guerras; entre otros males del siglo XIX que adoptaron nombres diferentes, pero de todas formas nos alcanzaron en este XXI. Dichas obras, en su mayoría, se escribían a vuelapluma, con los dientes del editor en el cuello del angustiado escritor que debía cumplir con una cantidad inmensa de líneas escritas para llenar sábanas de 60 por 75 cm  que se hacían con tipos móviles. Por compromisos contractuales, por deudas de juego –como el caso de Fiódor Mijáilovich Dostoievski, consumido por una ludopatía que lo llevó a aceptar un acuerdo indigno con su editor, Stellovski, quien le ofreció 3 mil rublos por una nueva novela que debía escribir en 26 días, al tiempo que terminaba de escribir Crimen y castigo, obra que aparecía por entregas en un periódico, El Mensajero Ruso. Si aceptaba y no entregaba a tiempo, corría el riesgo de ganarse una multa, perder la paga prometida y también los derechos de sus 9 obras anteriores, entre las que se encontraba Noches blancas (1848), Recuerdo de la casa de los muertos (1862) y Memorias del subsuelo (1864), por mencionar las más conocidas–, los escritores se metían en ese torbellino de historias que avanzan a impulsos del tiempo del cierre y de las necesidades de la publicación donde aparecen.

En México, la novela de folletín surgió a mediados del siglo XIX con las obras de Manuel Payno (El fistol del diablo, 1845; Los bandidos de Río Frío, 1889), de Justo Sierra O’Reilly (La hija del judío, 1848), entre otras que adoptaron las técnicas francesas del suspenso, la aventura (escabrosa muchas veces), lo exótico, lo crudo y lo sobrenatural. Hacia finales del siglo XIX, las novelas por entregas empezaron a contar de manera realista los temas del campo mexicano, los retratos de costumbres, las relaciones amorosas trágicas y, muchas veces, con finales en que triunfaba el bien, pero a costa de las desgracias de casi todos los personajes de la historia.

Ignoro si Hipócrita lector es el único medio de comunicación dispuesto a jugarse la piel y la credibilidad con la publicación de novelas por entregas. Para mí ha sido un gusto cargado de muchos sustos haber entrado a la ruleta rusa de una historia publicada a capítulo por día.

Cuando Mario Alberto Mejía tuvo la gentileza de ofrecerme el reto, yo no lo pensé dos veces: dije sí, sí, acepto. Y, como pasa muchas veces en la vida, el sí conduce a caminos inciertos, a noches de insomnio pensando en los personajes, a escribir con la lap en el regazo mientras llueve en la carretera y se pierde la señal del internet para mandar el capítulo del día.

Sigilo fue, sin embargo, un ejercicio de resistencia y de habilidad narrativa. Tuve que renunciar a mis habituales filigranas y aterrizar la historia en diálogos y descripciones más sencillas, que contribuyeran al suspenso. Porque una de las características básicas de la novela por entregas es el cliffhanger del final de cada capítulo: una situación que queda suspendida en el tiempo e impele al lector a leer el capítulo siguiente y el siguiente hasta el final de la obra.

Agradezco a mis excompañeros del Madrid que me prestaron parte de su biografía para armar a los personajes principales de la novela. A diferencia de autores que andan por ahí mal usando datos personales de sus madres, sus antiguos jefes o maestras que no creyeron ni creen en ellos, yo sí pedí permiso y me divertí mucho recordando los viejos tiempos del colegio.

Un especial reconocimiento al diseñador del Hipócrita Lector, Óscar Cote, primer lector de cada entrega y dedicado buscador de la imagen más sugerente, golpeadora o propositiva para ilustrar cada capítulo de una novela sobre ángeles y algunos demonios.

Muchas gracias, Mario Alberto querido, por tu confianza y tu enorme amabilidad hacia mi persona. También por abrir las puertas a los escritores de Puebla, que tienen en el HL un lugar para sus letras, sus ideas y sus propuestas literarias.

Al final, la escritura de una novela, al menos en mi caso, nunca se verifica sin algún ángel guardián. Gracias, Enrique Pimentel, por el acompañamiento, los consejos y las trampas que le fuiste tendiendo a Titivillus, ese pequeño demonio de las erratas, pesadilla del editor y del autor cuando, ya impreso el texto, aparecen los errores en frases leídas y supuestamente corregidas una y otra vez. Como siempre, tu lectura de la historia fue rigurosa, acertada, a veces severa, pero siempre e innegablemente nacida del corazón.

Y gracias a ustedes, mis hipócritas lectores, que siguieron hasta el final esta trama sobre las rendijas a través de las cuales muchas mujeres accedemos al universo y sus secretos más prohibidos.

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