Viajar por las ciudades, municipios y regiones rurales de nuestro país solía ser una aventura llena de encuentros con personas, lugares y circunstancias que pasaban a ser parte de mi imaginario personal. Visitar pueblos mágicos o no tan mágicos; comer en restaurantes o fondas que no aparecen jamás en las guías gastronómicas; tomar fotografías de paisajes secretos, como los del desierto o saturados de verde como los de la sierra alta, casas antiguas que sugieren una grandeza perdida gracias a las guerras del tiempo; comprar artesanías inútiles pero buenas para regalar a la tía Eloísa o al hijo de la amiga que jamás (ni ella ni él) ha visto un trompo de madera o un balero, un jueguito de té de barro o cualquiera de los tradicionales artilugios de quienes tuvieron una infancia diferente a la que viven ahora los niños en espacios cibernéticos de frente a un futuro bélico, alejado de la nostalgia, forma parte de la aventura de pueblear, sin destino prefijado. Sin embargo, desde siempre esa alegría se ha visto trastocada por la terrible visión de los perros callejeros, uno de los elementos omnipresentes del paisaje de todo el territorio mexicano. A diferencia de otros lugares del mundo civilizado, donde se tienen opciones, en México el problema de los animales callejeros es casi una estampa de nuestra idiosincrasia nacional. El gran Rius dibujó siempre un perro flaco al lado de Calzontzin y de los personajes de Los Súpermachos, y luego de Los Agachados. Fuera de la beata enrebozada y del presidente municipal sempiterno –don Perpetuo del Rosal, lente oscuro, sombrerote, botas texanas y cinturón de gran hebilla de oro–, todos traían tras de sí un perro de costillas salientes, cabeza baja, atento a la caída de cualquier borona.
Las redes sociales dan cuenta, día a día, de perros y gatos abandonados a su suerte por dueños irresponsables, pero no mencionan con tanta frecuencia la explosión de crías nacidas en basureros y baldíos cada temporada de celo. De hecho, el 70 por ciento de los perros en México son callejeros. Los ferales, perros y gatos, invaden áreas protegidas y se vuelven un peligro para las especies resguardadas. En este siglo, 24 especies de vertebrados se han extinguido. De ese total, 21 han sido en islas y 17 de ellas por especies invasoras, entre 80 por ciento y 90 por ciento por gatos ferales provenientes de gatos domésticos abandonados. Me atrevería a decir que hay generaciones enteras de animales que nunca han conocido las caricias y el cuidado de un “dueño”, que han muerto en la calle por inanición y enfermedades propias de la terrible existencia que han venido a padecer a este mundo.
La vida promedio de un perro callejero es, con mucho, de dos años. Eso si el lomito se logra hacer de un lugar donde conseguir alimentos de vez en cuando, charcos donde beber algo líquido, sitios donde le toleren tomar una siesta antes de iniciar el eterno recorrer de calles en busca de bolsas de basura, restos comestibles de lo que sea. Por supuesto, sus puntos favoritos son los puestos ambulantes de alimentos. Los taqueros, vendedores de pollos rostizados, despachadores de las carnicerías, pollerías, memelas y fondas a pie de calle los conocen. Casi nunca los toleran y muchas veces los envenenan.
¿Qué hacer con este problema que se llevan como aguja clavada en el corazón muchos de los turistas que visitan México?
Desde hace mucho tiempo, para mí no hay alegría completa al recorrer nuevos lugares. Y me enoja preguntarme si no existe más solución que la matazón periódica de perros y gatos vagabundos. Si no puede haber en las escuelas clases en las que se hable de la necesidad de responsabilizarse de los animales de casa, pero también de la calle. Enseñar a los adultos que, en lugar de envenenarlos, se puede reportar su presencia a las comunidades protectoras de animales. Hay muchas en las redes sociales. También, debemos reconocerlo, existe más conciencia. Una de las características de las zonas donde se alojan estudiantes de universidades privadas son los jóvenes de bermudas, huaraches y coleta paseando muy orondos a uno, dos o tres perros mestizos. Muchos estudiantes extranjeros se llevan a su lomito adoptado a su país de origen. Con la pandemia, sin embargo, ese pequeño milagro dejó de verse. Los jóvenes dejaron de asistir a las aulas. No hubo puestos de comida donde los estudiantes comían sus tacos en compañía de perros con los que solían compartir el almuerzo. Las campañas de adopción, en momentos de falta de empleo, son esfuerzos ilusorios por parte de los activistas y las asociaciones protectoras de animales.
El gozo se fue al pozo, dicen en mi rancho cuando a la diversión le sigue la tristeza. No hay ya gusto ni regocijo libre de pesares cuando viajo a los pueblos de mi país.
En lo particular, me la he pasado recogiendo perros y gatos durante años. Algunos los he podido colocar muy bien. Otros me los he quedado. Pero no hay esfuerzo individual que pueda resolver un problema gigantesco. La mala prensa sobre perros que matan a sus dueños no ayuda nada a los extenuantes esfuerzos de asociaciones y refugios.
Hay quien está al acecho de los sitios donde se anuncian mascotas pérdidas para ir por los animales y usarlos en peleas de perros o darlos de alimento, sin son cachorros, a sus canes ensalvajados por el maltrato y la crueldad humanas.
Los milagros existen, sobre todo los de la solidaridad. Por eso no pierdo las esperanzas de llegar algún día a los pueblos de mi país y no tener que pasar tristezas por ver tanto perro muriendo de hambre delante de gente acostumbrada a considerarlos parte normal e irremontable de su paisaje cotidiano.