Si mi tío Othón hubiera vivido para ver el milagro del regreso al “viejo horario”, tal vez habría cambiado su opinión sobre la 4T. Seguro se hubiese puesto a festejar con un platón de fruta acompañado de un buen licuado verde para amarrar. Además de vegetariano, mi tío era un crítico irascible y reactivo del gobierno actual. Odiaba todo lo que no se parecía a la época del “milagro mexicano” y, por supuesto, todo lo que no pareciera venir del PRI que le dio casa, vestido y sustento durante la mayor parte de su vida. Odiaba al PAN por arbitrarios cierra-calles y también por pasar de largo frente a los problemas del ciudadano común. Odiaba al PRD que tanto tiempo gobernó la Ciudad de México e implantó un sistema de transporte que no entendía en absoluto. Como abogado y juez de lo familiar, cuando tenía diligencias tempraneras debía desmañanarse y salir de casa dos horas antes, no sólo una. Su ciclo circadiano se veía muy afectado durante varias semanas. Solía decirme que, al cambiar el horario, muy frecuentemente se sentía cansado y sin ánimos. Añoraba el tiempo cuando el sol y su luz determinaban las actividades y no la hora artificial que “aprovechaba la luz natural”. Él fue el primero en señalarme que muchos infartos y derrames cerebrales se daban justo en el tiempo de adaptación al nuevo horario. Lo sabía por sus constantes visitas al médico (era diabético controlado) y por las charlas con sus colegas más veteranos.
Lástima, ya no pudo celebrar esta decisión del gobierno de López Obrador. En lo personal aplaudo este regreso. Por mucho que me digan que el jet lag es un cambio muy parecido, que nadie se muere por levantarse una hora más temprano, que el día laboral se va más rápido con el horario de verano en el cual hay luz a las 8 p.m., y se puede salir a caminar, hacer compras o ir al gym y regresar con luz a casa, no me convencen.
Entiendo que el clasemediero aspiracionista llevaba a cabo en la tarde, durante ese breve periodo en que la noche seguía siendo día –al menos desde la falsedad de la hora marcada por un reloj–, muchas de sus labores familiares: ir al súper, al cajero, pasear al perro, recoger a los niños de la natación o de su curso de inglés, llegar a preparar tareas, planchar su ropa para el día siguiente, merendar mientras por la ventana, por encima de cables, tendederos y edificios a cual más feo, la tarde se tornaba, a eso de las 8:30 p. m., en purpurino crepúsculo que daba paso poco a poco a la oscuridad, esa boca de un lobo siempre con las fauces abiertas.
Quizá por eso, con la desaparición del cambio de horario, muchos se rasgan las vestiduras. Lamentan tener que regresar del trabajo ya de noche. Temen asaltos, malos encuentros, robos de autos y todo aquello relacionado con el más ancestral miedo de la humanidad: la oscuridad.
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La oscuridad
La historia de esta tortuosa relación entre los seres humanos y la oscuridad o falta de luz se remonta a la época en que los grupos humanos eran muy vulnerables ante el ataque de fieras, reptiles, insectos ponzoñosos y cada una de las peligrosas formas de vida que atentaban contra su sobrevivencia, en especial de niños y ancianos.
El fuego vino a cambiar esa relación, pero el miedo a lo oculto en la negrura de la noche no deja de visitarnos en sueños, o cuando abrimos el ojo en lo oscuro y descubrimos que algo se esconde en las sombras de nuestra habitación.
A partir de la instalación de farolas y arbotantes de luz eléctrica en los espacios públicos, los peligros de las calles disminuyeron en las zonas privilegiadas, pero siguió y sigue siendo muy inseguro caminar por lugares mal iluminados. Quizá por esa razón, nuestro concepto del bien y del mal viene de la mano de nuestra idea de luz y oscuridad. La abolición del cambio de horario, sobre todo para aquellos que le temen a casi todo, resulta una afrenta contra privilegios, dogmas personales y, sobre todo, miedos atávicos. Pero hubo muchos más que nunca tuvieron opción. La señora que salía a las 4 a.m. a tomar el transporte público rumbo a su trabajo, el obrero del turno matutino que empezaba a las 5 a.m. y debía salir dos horas antes, los estudiantes de secundaria que entraban a las 7 a.m. y debían correr al camión entre las sombras del amanecer indeciso, las madres que llevaban a sus hijos a las guarderías casi de madrugada porque ellas entraban poco después a su trabajo en casas donde quizá hoy engullen su desayuno entre mentadas de madre porque ya no podrán sacar a pasear al perro de regreso del trabajo. Los quejosos de las redes no pensaron jamás en quienes han enfrentado la oscuridad de día y de noche. Querían que su día fuera lo más largo posible y les permitiera actividades de recreación “todavía con luz”. Afirmaban que nunca tuvieron problemas de salud por esos cambios de horario. A la salud, que es pura homeostasis, por lógica le conviene la estabilidad, aunque su capacidad de adaptación sea óptima en un momento dado.
Los ignaros de las redes creen a pie juntillas que los problemas de sueño, gastritis, cansancio prolongado, pérdida de memoria y todas esas lindezas que agobiaron a muchos –casualmente durante los cambios de horario– se dieron a causa de la pandemia, del gobierno, del estrés, del desempleo o cualquier otra causa. Ninguno aceptaría que ese infarto, ese insomnio o el ictus que una noche llegó como ladrón en la oscuridad –a ellos o algún ser querido–, en las semanas “facilitas” de adaptación, fue producto de la salvaje imposición de un horario que no respetaba el gradual cambio del ciclo circadiano a la pérdida de luz en el invierno o al atardecer rutilante y tardío del verano.
El cambio de horario ya es historia. Vivir sin tener que mover hacia adelante o hacia atrás las manecillas del reloj es un alivio.