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jueves, noviembre 21, 2024

La muerte que nos ronda

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Salir de casa y no volver. Ir a una fiesta sin saber que esa noche nos pelearíamos con las amigas y tomaríamos un taxi que nos dejaría a merced de la oscuridad con sus asesinos y violadores. Salir de casa un sábado sin más preocupación que ir al súper y atender quizá alguna reunión por la tarde, con lo cual podríamos comer con el hijo. Nada nos prepara para encontrar una motocicleta donde viajan los cobardes que habrán de matarnos. No llegaremos a la comida con el hijo ni tampoco a la reunión de la tarde. No habrá noches ni días, ni luchas, ni justicia. 

Este sábado es un día luminoso, fresco. No hay mucho tráfico. El baño y el desayuno nos ha animado a tomar el coche y salir de casa a pesar del calor que hará más tarde. Es todavía primavera y las noches calurosas traen esperanzas de mejores tiempos. La pandemia se ha ido retrayendo a los discos de Petri y a los laboratorios de donde nunca debió salir. La rutina, el día a día parece estrenar nuevos puertos de llegada y de salida. Sin cubrebocas somos invencibles. Llenos nuestros pulmones de aire fresco, sin filtrar.  

Pero los eternos agentes del mal nunca han descansado. Las viejas rencillas que esperaron su momento afloran de nuevo. Los asesinos lo saben. Al igual que nosotros, ellos ya caminan por las calles. Muchos en busca de ingresos fáciles. Otros, en busca de venganza. De muchachas jóvenes que tenían 16 años cuando la pandemia las confinó y a los 18 salieron a la calle, a una fiesta, para ser violadas y asesinadas.   

Las clases presenciales reciben alumnos encantados de no verse más en las pantallas del zoom. Están codo a codo en los pupitres, con un maestro de verdad enfrente del pizarrón. Ninguno le debe nada a nadie. En dos años de encierro forzado, los niños si acaso se negaron a prender la pantalla para sus clases por estar en los videojuegos. Se portaron mal, no querían comer a veces. Se aburrían, se asomaban a la ventana para ver su calle vacía, sin paso de coches, ni de transeúntes paseando a sus perros. Niñas y niños de primaria que estrenaron zapatos para su regreso a clases. Sus cuadernos forrados por su madre la noche anterior al tiroteo que acabó con sus vidas se quedaron en las mochilas llenas de sangre. El asesino, casi un niño también, no soporta la vida, y las armas están ahí, como la opción para ser de inmediato alguien importante por unos minutos en que todos esos niños, los profesores, los directores, la policía, el mundo entero estarán pendientes de cada uno de sus pasos, de sus decisiones, de su magnanimidad o de su cansancio. Esos minutos lo colocarán en las páginas de la historia criminal de su país. Eso no lo ha pensado todavía, mientras camina rifle en mano hacia la escuela primaria de su pequeña ciudad texana. Piensa en que los odia a todos, que se la van a pagar. Que todos vamos a pagar por su tristeza y su aburrimiento.  

Una tarde ajetreada en el trabajo recibes una llamada: tenemos a tu hijo. A tu sobrina. A tu madre. No les haces caso. Sigues con tus actividades. De nuevo ese número de celular. Te preocupas y llamas a la persona que dicen los delincuentes haber secuestrado. La persona contesta que no pasa nada. Tu alma descansa y te ríes de la broma pesada. O del phishing de que fuiste objeto. Te felicitas por no haber caído. En la junta de esa tarde tu director te grita, te humilla, te amenaza. Nada puede perturbar tu buen ánimo. Contestas, te defiendes. Lo lamentarás, revira el jefe ofendido.  Pasa una semana de chismorreo. A ti se te olvida el incidente. El jefe parece haber entendido que se excedió, que no se trata de competir sino de coincidir, de colaborar.  

Una mañana soleada, radiante, sales de tu casa recién bañado. Es sábado. Desayunaste con la familia. Leíste el Hipócrita Lector de ayer que no tuviste tiempo de leer y te quedas picado con los comentarios al caso de extorsión de un famoso periodista contra un político. Piensas que nadie puede escapar de la justicia, que siempre hay maneras de visibilizar la verdad. En un alto escuchas el timbre de tu celular. Uno de tus hijos le puso el tono de La ley y el orden, un programa gringo que ves por las noches. Te ríes al recordar el brinco que pega todo el mundo en las juntas cuando suena. Por eso mejor lo pones en silencio y todos en paz. La luz verde te recuerda que debes pasar al súper, comprar la comida en la cocina económica y comer con la esposa y los hijos. Ya en la tarde-noche harán palomitas y verán alguna película de Netflix porque todavía no te animas a invitar a tu tropa a las salas de cine, llenas de gente a pesar de que todavía ronda por ahí el bicho maligno.  

Avanzas, tranquilo. Abres la ventana para aspirar el aire casi fresco de las 10 de la mañana. No lo sabes, pero no regresarás ya nunca a tu casa. Unos cobardes en motocicleta te alcanzarán y te dispararán en la cabeza. Nunca sabrás que tu jefe, un resentido y mediocre con algo de poder, pagará cualquier cosa por eliminarte a ti y a tu futuro. O el conductor con el que tuviste el incidente de tráfico, que saca una pistola de uso exclusivo del ejército y te dispara a quemarropa. O unos ladrones en moto que te amagan al salir del auto y te apuñalan porque no quieres darles el celular. No habrá ya noche para ti. Ni palomitas, ni película de Netflix. Se acabó tu mundo que es nuestro mundo y que se desmorona frente a nosotros a pesar de la esperanza en mejores días, en las vacunas, en la libertad de caminar sin cubrebocas, en el café con las amigas y la comida con los hijos.  

La muerte aparece a la salida de una clase de informática y encuentra a la joven que estudia para escapar de un matrimonio pactado. El profesor enloquecido por la furia no lo sabe. Dispara al azar. Solo queda una bolsa negra con el cuerpo de la joven aspirante a un futuro propio.  

La muerte nos ronda. Esperemos regresar a casa cada día y que este sábado los nuestros vean con nosotros una película palomera que nos deje un regusto de tiempo ganado en favor de la vida. 

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