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jueves, julio 31, 2025

Van Gogh: un genio, no un loco

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A Van Gogh lo descubrí en un libro que era parte de una colección de pintores. Compartió estante con mi favorito, Caravaggio —a quien en su momento le dedicaré algunas líneas—.

Ya he comentado en otras columnas que me gustan las historias trágicas, y la del holandés, sin duda, lo fue.

Tan solo imagine, hipócrita lector, cómo terminó su vida: con una bala en el estómago que él mismo se propinó. Hacia el año de 1890, azotado por la depresión, el artista se encontraba en el campo y decidió dispararse un 27 de julio. No obstante, su cuerpo aún tuvo fuerzas para regresar al albergue donde se hospedaba. Murió dos días después.

La vida del pintor no fue sencilla. De hecho, su amigo Anthon Ridder van Rappard describió la existencia de Vincent tras su muerte como “esforzada, luchadora y dolorosa (…) un hombre que se exigía tanto a sí mismo que llegó a arruinar su cuerpo y su mente. Pertenecía a la casta de la que surgen los grandes genios”.

Durante los 37 años que vivió, Van Gogh pasó al menos la mitad atormentado por no hallar una técnica pictórica que hiciera eco en el mundo del arte, aunque lo consiguió luego de morir, con un legado de más de mil doscientos dibujos y ochocientos óleos.

Pudo salir adelante con ayuda de su hermano Theo, quien le proporcionó dinero, lo alentó, lo aconsejó y se sacrificó por él en todo momento. Además de su precaria situación económica, Vincent padecía una enfermedad. Algunos decían que estaba loco; otros aseguraban que era esquizofrénico. Últimamente, se ha planteado la teoría de que sufría una psicosis epileptoide de tipo hereditaria.

El deterioro de su salud se agravó por la sífilis, el alcoholismo, la desnutrición y el agotamiento. Pasaba el día entero bajo el sol, casi no comía, y bebía absenta y brandy en exceso.

Desde niño, Vincent fue un apasionado. Se escapaba de casa para dar largos paseos por el campo, contemplar la naturaleza, recoger animales para examinarlos y coleccionar plantas y nidos. Era el mayor de seis hermanos, y todos lo consideraban el más sabio y lo respetaban.

A los 16 años, sus padres decidieron que debía trabajar. Entró a la casa Goupil en La Haya, una empresa editora de reproducciones de arte en grabado y fotografía, donde tuvo un desempeño destacado. Lo trasladaron a Bruselas, Londres y finalmente, París.

Fue en Londres donde vivió su primer desamor: Eugénie Loyer, la hija de su posadera, rechazó su propuesta de matrimonio. Este rechazo lo sumió en un estado de postración que lo llevó a perder su empleo.

Decidió estudiar para pastor. Se instaló en Ámsterdam y luego en Cuesmes, donde se privó de todo lujo y vivía sólo de pan y agua, a fin de identificarse auténticamente con los pobres. Su actuar fue calificado como molesto por lo excesivo, y no se le otorgó el permiso para predicar. Lejos de ser comprendido, fue severamente criticado. Incluso una hermana suya le dijo: “la piedad te ha vuelto un idiota”.

Este fracaso lo inspiró a dedicarse al arte. Se marchó a Bruselas para asistir a la gratuita Escuela de Bellas Artes. Durante esa época (1880), dibujó intensamente a partir de tratados de anatomía y copió estampas de Millet que Theo le enviaba en sus frecuentes cartas.

Regresó a casa de sus padres, donde retrató incansablemente a la gente del campo, a mujeres faenando, a la naturaleza. Ahí se enamoró de su prima Kee Vos, quien pasó unos días de verano en casa. Pero nuevamente fue rechazado. Kee huyó y Vincent la siguió a Ámsterdam, en vano.

En La Haya, mostró sus dibujos al marchante Teersteg, uno de los mejores expertos de Holanda, pero éste no expresó opinión alguna. Más tarde, enseñó sus creaciones a Anton Mauve —pintor de moda casado con una de sus primas—, quien lo animó a pintar bodegones. La relación se quebró cuando Vincent destrozó unos yesos que Mauve le propuso pintar, argumentando que él quería pintar la vida.

Pero no lograba olvidar a Kee Vos. “No puedo, no me es posible vivir sin amor. Soy un hombre con pasiones, tengo que encontrar una mujer, de lo contrario me helaré y me convertiré en piedra”, escribió. Entonces encontró a Clarine Maria Hoornik, a quien llamó Sien. Había posado para él, estaba embarazada y había ejercido la prostitución durante años.

Vincent alojó a Sien y a su hijo en su estudio, lo que lo animó pero también lo debilitó. Con su dinero era imposible mantener a tres personas. Finalmente, ella lo abandonó cuando nació su segundo hijo, después de que él le propusiera irse a vivir al campo. Con su partida terminó también la vida sentimental de Van Gogh. De esta etapa quedan varios dibujos, como Tristeza, una de sus pocas litografías.

Volvió con sus padres a Nuenen, quienes, a pesar de mostrar cierto escepticismo por su pintura, le acomodaron un taller en el cobertizo del jardín. Así, la treintena de óleos que había pintado se multiplicaron en doscientos. Fue la época en que estudió intensamente el color en los clásicos holandeses. Cuando su madre se rompió el fémur, Vincent la cuidó y le hacía dibujos que llamó Tontadas para distraerla.

Su forma taciturna chocó siempre con las prácticas sociales del pueblo. El ambiente se volvió irrespirable cuando lo responsabilizaron de la muerte de su vecina Margot Begermann —quien se envenenó al no ser correspondida— y también del supuesto embarazo de una joven que posó para Los comedores de patatas. El cura llamó a los feligreses a no servir más como modelos.

Tras la muerte repentina de su padre, y la partida de su madre y su hermana, Vincent dejó Nuenen. Con su partida se perdieron centenares de dibujos y óleos.

En Amberes conoció los estampados japoneses que comenzó a coleccionar y que influyeron en su línea y color. Luego llegó a París, donde se hizo amigo de varios artistas, entre ellos Paul Gauguin. Años más tarde, en Arlés, protagonizarían un altercado: Van Gogh intentó agredirlo con una navaja de afeitar y luego se cortó el lóbulo de una oreja para entregárselo a una prostituta. En un primer momento, Gauguin fue acusado de asesinarlo, pues Vincent estaba inconsciente. Más tarde, un grupo de vecinos pidió su reclusión en un sanatorio mental.

Tras varias crisis, desánimos, agotamientos y una nueva internación voluntaria, Van Gogh encontró en la pintura la única forma de sobrevivir. Irónicamente, la convivencia con enfermos mentales lo ayudó a perder el miedo a la locura. Tenía un cuarto para pintar y también podía trabajar en el jardín.

A su recuperación se sumó un artículo del crítico Albert Aurier, publicado en el Mercure de France, donde analizaba su obra como “la universal, loca y cegadora fulguración de las cosas (…) el color que se convierte en llamas, la luz que se convierte en incendio; la vida, fiebre alta”. Y también la venta de Las viñas rojas en el Salón de los XX de Bruselas, que no fue ni la primera ni la única pintura que vendió, como suele creerse.

Finalmente, Van Gogh se instaló en el albergue Ravoux, en Auvers-sur-Oise, donde pintó una obra maestra: La iglesia de Auvers. Poco después, decidió despedirse del mundo.

Vincent Van Gogh no fue un loco. Fue un genio incomprendido, un alma que sintió y vivió demasiado. Y, sobre todo, fue alguien que encontró en el arte su forma más pura de resistencia.

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