Ella no sabía lo valiente que era, hasta que la vida se lo exigió.
Se le ocurrió nacer mujer en un hogar de machos.
Porque hasta su mamá —sí, su propia madre— hubiera preferido que fuera hombre.
Aunque luego recapacitó: bueno, ¿y quién iba a ser la gata de sus cuatro hijos varones?
No, no. Mejor que fuera mujer.
Así podría lavar, cocinar, planchar…
En fin, cumplir con su deber.
Servir a sus hermanos. Obedecer a su madre. Y, claro, callar.
La única persona que realmente parecía verla —verla de verdad— era su papá.
La trataba como a una hija. Con amor. Con respeto. Con ternura.
La consentía. Le hablaba bonito.
La hacía sentir que existía.
Pero a él se le ocurrió morirse cuando ella tenía apenas ocho años.
¡Cómo se le fue a ocurrir dejarla sola en ese infierno de hombres!
Tan chiquita, y ya huérfana del único que la protegía.
Y llegó la adolescencia.
Y con ella, las miradas.
Porque siempre fue guapa.
Y los muchachos empezaron a verla con otros ojos.
Cosa que sus hermanos —y sí, también su madre— consideraban inaceptable.
¿Cómo va a andar de puta?
Había que enseñarle.
A golpes, por supuesto.
Para que entendiera.
Para que se le bajara la calentura.
Y le daban su tunda.
Porque había que corregirla.
Y ella… aguantó.
Hasta que conoció a su primer amor.
Y quiso salir. Ser feliz. Respirar tantito.
Pero justo entonces —¡qué coincidencia!— a su mamá siempre le dolía algo.
Dolores terribles, insoportables.
“¿Y si me muero mientras tú andas de cabrona?”
“Te vas a arrepentir. Me duele todo.”
Y ella, claro, cancelaba.
Porque ¿cómo iba a salir mientras su madre sufría?
Ni que fuera una desalmada.
Pero en el fondo, ya lo sospechaba: esos dolores venían por encargo.
Y sí, eran invento.
Pero admitirlo era impensable.
¿Cómo iba a creer que su propia madre pudiera sabotearla?
¿Y por qué mis hermanos sí?, se preguntaba.
Ellos sí podían salir, divertirse, cogerse a quien quisieran.
Pero ella no.
Ella no había nacido con ese derecho.
¡Ni que fuera hombre!
Y siguió aguantando.
Pero ya no le compraba las dolencias a su madre.
Y eso ya no le gustó.
“¡No se me va a rebelar!”, pensaba la verduga.
Ese día iba a acompañar al novio a la tintorería que estaba a unas calles de la casa.
¡Cómo se le ocurre!, pensó su madre.
Y para evitarlo, la jaló del pelo, la pateó, la arañó en brazos y cuello —la cara no, para que no se notaran los madrazos—, la golpeó donde pudo, para que a la muy puta no se le volviera a ocurrir irse.
Pero ese fue el principio del fin.
Una de las tantas gotas que iban a derramar el vaso… me dijo mi madre.
Con los ojos llenos de lágrimas. Pero no de dolor. De coraje.
Del que le faltó mucho antes de decidir salirse de casa de mi abuela.
Huyendo del control.
De esa locura disfrazada de familia.
De ese machismo exacerbado… que, desafortunadamente, fue a encontrar en otro lugar.
Porque claro: era lo único que conocía. Lo único que había aprendido.
Que a los hombres había que servirles como esclava.
Pero la historia de mi madre no termina ahí.
De hecho, apenas empieza.