No hace mucho leí Gente ansiosa, de Fredrik Backman. Ya sé, ya sé: que es de 2018, que ya hasta hicieron serie, que llego con varios años de retraso. Pero lo descubrí apenas hace unos meses y, créame, me divertí de veras.
Le cuento, hipócrita lector, que no es solo una comedia sueca muy peculiar. Es también un retrato entrañable de la soledad y de esa necesidad urgente que tenemos de que alguien —quien sea— nos escuche tantito.
Backman tiene una habilidad extraordinaria para retratar la ansiedad, la empatía y esa urgencia de perdonarnos —a otros y a uno mismo—, todo a través de personajes que se cruzan por accidente y terminan salvándose, sin querer.
No se alarme: no es un libro de superación personal. Pero le aseguro que en alguno de esos personajes, se va a reconocer.
A mí me pasa —y me disculpo si suena raro— que me siento mejor cuando leo historias tristes. No por malicia, sino porque consuelan. El dolor ajeno, bien contado, funciona como espejo: uno se ve ahí, remendado, pero entero.
Por eso me gustan los libros donde los personajes tienen más grietas que virtudes. Porque son más honestos. Porque es en la pena ajena donde uno se descubre mejor.
En fin, le decía que vengo tarde porque también apenas me di cuenta de que la historia está en Netflix. Y como me gustó el libro, tuve que verla: por curiosidad y por fidelidad al texto.
Y fíjese que no está mal. Digamos que es palomera. Pero como soy una romántica incorregible, yo le recomendaría —si me permite la sugerencia— leer el libro antes de verla. Las letras, al menos, no tienen casting.
Ahora bien, a lo que realmente iba: la historia toca fibras muy sensibles sobre la compasión. Esa prenda que, me temo, muchos nos quitamos antes de salir de casa. Y así andamos por el mundo: con la pura indiferencia encima.
Nos hemos endurecido —y lo entiendo, la mera cotidianidad nos forra con coraza— y caminamos con la prisa, el hartazgo y el “sálvese quien pueda” tatuados en la frente.
Piénselo, hipócrita lector, sin ir tan lejos: ¿cuántas mentadas de madre reparte usted al volante? ¿Cuántas veces “pendejeamos” al prójimo porque no se apura, porque estorba, porque qué me ves? Órale, a ver de qué cuero salen más correas.
Andamos con la espada desenfundada y, a la menor provocación, nos gritamos, nos empujamos, nos madreamos. Porque hemos comprado esa idea de que ser indiferente es más práctico. Que “mejor que lloren en tu casa” y demás frases blindadas de cinismo.
Yo no soy el Nobel de la Paz, me queda clarísimo y lejísimos, pero hago lo que puedo por no olvidar que cada quien carga con sus propias batallas. Todos traemos encima una herida invisible. Toca, entonces, no andar de juzgones. Ni de criticones.
Además, nada nos quita, por ejemplo, un “buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches”. Un “por favor”, un “gracias”. Lo básico, ¿no? Aunque no nos contesten, no es para ofendernos. Faltaba más.
O qué tal un “yo le ayudo”, “pase usted”, “siéntese, aquí le dejo mi lugar”, “no se preocupe, yo puedo esperar”. Ya algo más de cordialidad nivel 2.
Eso —aunque no lo parezca— sí hace la diferencia.
Estamos tan acostumbrados a que nos traten mal, a las jetas, a las respuestas con filo, que cuando alguien rompe ese patrón… hasta nos cae de sorpresa.
Y lo mejor: nos hace bajar tantito la guardia.
No dejemos que siga ganando la mala cara, la indiferencia, el “me vale el de al lado si ni es mi familia”.
Retomando a Backman: apestémosle a la compasión como acto radical y necesario en este mundo herido.
Porque ser compasivos no es ser ingenuos, sino valientes. Mostrar ternura en un entorno que premia la dureza es una forma de resistencia.
No hace falta cambiar el mundo entero. A veces, basta con mirar al otro con un poco menos de prisa. Ser un descanso. Una tregua. Un respiro.
Eso —aunque no lo parezca— puede ser suficiente.
Y eso, créame, ya es un milagro cotidiano.