Todavía me acuerdo —porque una ya tiene sus años, pero no tantos como para olvidar— de cuando empezó esta moda rara y maravillosa de los memes.
Al principio nadie sabía muy bien cómo definirlos (y yo sigo sin tenerlo del todo claro, se lo confieso).
Pero lo cierto es que llegaron para decir lo que no sabíamos cómo decir. Para ponerle risa al dolor y filtro de perrito a la tristeza.
Aprendimos a burlarnos de nosotros mismos.
Y en ese arte de la ironía nacional, uno de los temas estrella —cómo no— es el Día del Padre.
Ahí sí que la creatividad se suelta el pelo:
“Feliz día del voy por cigarros”, “el truco favorito de magia de mi papá: desaparecer”… y así, miles de ejemplos.
¿Que si duele? Claro. Duele.
¿Que si es real? También.
Pero pareciera que solo sabemos recordar lo que faltó.
Y yo, que ando medio contreras hoy, quiero detenerme en lo que sí está.
Quiero aplaudir a esos padres que no se fueron. Que se quedaron.
Que no solo acompañan: participan.
Que no solo están: se involucran.
Que no solo ordenan: escuchan, preguntan, dudan, aprenden.
Porque —aunque algunos aún no se enteren— los hijos no solo necesitan techo y comida: necesitan presencia, paciencia, ternura, guía.
Y amor, del que se da sin pedir nada a cambio.
(No lo digo yo, lo dice la psicología… que algo ha de saber del asunto).
Así que hoy, más allá del meme, va mi aplauso para esos papás que lo intentan todos los días.
Para esos que cambian pañales sin sentir vergüenza.
Que empujan la carreola con estilo.
Que se saben las canciones de La Gallinita Pintadita y los últimos episodios de Bluey.
Papás que enseñan desde el suelo, a la altura de sus hijos.
Papás que no solo educan… también aprenden.
Papás que no desaparecen.
Todavía los hay, créamelo usted, querido e hipócrita lector.
Y a ellos va mi respeto, mi gratitud y mi más sonora ovación.
Feliz Día del Padre… a quien de veras se lo ha ganado.
Feliz Día a mi esposo, porque se lo merece.
Porque cuando pensé en este ejemplo de padre, solo lo estaba describiendo a él.
