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domingo, mayo 25, 2025

Flojos y orgullosos: la nueva normalidad

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Hace unas columnas, hipócrita lector, le compartía una teoría que he ido confirmando a golpe de decepciones: vivimos en la era del menor esfuerzo emocional. Queremos querer tantito, comprometernos a plazos cortos, sentir lo menos posible y, si se puede, que el drama venga con instructivo y garantía.

Pero últimamente sospecho que la cosa no se quedó en lo emocional. Esa flojera, digamos, ya se nos metió hasta la cocina: trabajo, escuela, relaciones… todo.

Vivimos —me atrevo a decirlo con cierta tristeza— en tiempos en los que el esfuerzo, en general, se ve mal. No gusta. No conviene. Ya no emociona la idea de estudiar, trabajar con esmero, crecer profesionalmente. Las palabras “disciplina” y “responsabilidad” provocan salpullido. Y hablar de “superarse a uno mismo” suena casi a amenaza.

Le cuento —y no doy coordenadas exactas para evitar la cancelación exprés— que pasé algunos años en el sur del país. Un calor infame, de esos que lo hacen a uno reconsiderar la existencia entera. Allí conocí a las personas que yo, con todo respeto, consideré las más flojas del país. Y no era cuestión de edad ni de género: había de todo. Todos con algo en común: un desprecio entrañable por el esfuerzo.

No me lo va a creer, pero no gano nada con inventarle: llegué a ver la clásica escena de oficina —pies sobre el escritorio, celular en mano, recién llegados del desayuno largo y el chisme fresco del día—. Nada de aspiraciones, nada de subir de puesto. Ellos solo querían cobrar. Y fluir.

Claro, hubo excepciones —también vi gente muy trabajadora—, pero en general, la flojera era algo cultural. ¡Y lo saben! No lo niegan. Al contrario: lo presumen con orgullo, como quien enseña una medalla olímpica. Y hasta te hace pensar si el secreto de la paz interior estaba en la hamaca.

Al principio lo atribuí a la idiosincrasia local (que también cuenta, créame), pero después de ver cómo se cuecen las habas en otros lados, entendí que es un fenómeno más amplio. Nacional y sobre todo, generacional.

Y mire, no estoy en contra del cambio. De hecho, me parece sensato que las nuevas generaciones prioricen la vida personal sobre la laboral. Se vale. Se debe. Aplaudo que se marquen límites, que no se viva para la oficina, que el jefe no sea amo ni señor.

Pero no hay que confundir bienestar con desidia. Es sano no llevarse el trabajo a casa, sí, pero también es justo no traer la casa entera al trabajo. Equilibrio, pues. Que si se respeta la vida personal, también se respete el compromiso profesional.

Y es que, escudados en ese “me valoro más a mí mismo”, hay quienes ya ni se esfuerzan. Como si con llegar, respirar y sobrevivir la jornada, ya estuviera justificado el sueldo. No hay hambre de crecer, de mejorar, de proponer. La proactividad está en peligro de extinción y nadie hace nada, quizá porque hacer algo… requiere, bueno, esfuerzo.

¿Será que confundimos la dignidad laboral con la comodidad absoluta?

No tengo todas las respuestas, pero sí sé que sin un poco de entrega, sin ese esfuerzo que le pone sazón a las cosas… todo termina sabiendo a nada.

Y no sé usted, hipócrita lector, pero yo sí disfruto la emoción de hacer las cosas bien. No por reconocimiento, sino por la simple y vieja satisfacción de saber que una está dando lo mejor. Que no me estoy rascando la panza mientras la vida pasa.

Disfruto además de dejar una buena impresión: que a donde llegue se note la diferencia, y que de donde me vaya, se note aún más la ausencia. Me gusta que se digan cosas buenas del trabajo que hice, del modo en que lo hice. Un gusto culposo, si quiere. O puro y llano orgullo del bueno.

No lo sé de cierto —diría Rulfo—, pero sí creo que da pena cobrar sin mover un dedo. Que tal vez para muchas personas el arduo trabajo ya no esté de moda, pero me rehúso a permitir que lo de hoy sea vivir colgado y esperar que alguien más empuje el columpio.

Porque no todo esfuerzo es explotación. Y no todo límite personal justifica la mediocridad.

A veces, simplemente, hay que hacer las cosas bien. Porque todavía hay quien le encuentra sentido a ganarse el lugar, y no solo a ocuparlo.

Que no se pierda la bonita costumbre de esforzarse.

Amen, con ganas.

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