13.7 C
Puebla
miércoles, julio 30, 2025

El respeto al cuerpo ajeno es la paz

Más leídas

Cuando era niña, crecí rodeada de críticas sobre mi cuerpo. Pero no eran comentarios lanzados al aire por desconocidos. No. Lo peor no eran las críticaslo peor era quién las decía.

Estás súper prietita y chaparra.

Al principio era muy flaca y me decían huesos. Luego subí de peso y entonces ya era la lonjuda, la gorda. Nunca hubo punto medio, ni tregua, ni consuelo. Solo un catálogo de defectos con mi nombre.

Y así, con ese inventario de etiquetas, una crece. Crece con la autoestima hecha trizas, mirando con vergüenza su propio cuerpo, odiándose un poquito cada vez que pasa frente a un espejo. Me volví esa adolescente horrible que también critica, que también señala, que se burla primero para que no se burlen de ella.

Y terminé siendo justo lo que más odié: reflejo de lo que me dolió. Ahí entendí, con una mezcla de rabia y vergüenza, que las palabras sí dañan. Que las críticas, los juicios, las burlas, se te quedan pegadas al cuerpo como una segunda piel.

Entonces vino la parte más difícil: decidir qué hacer con todo eso. Porque sí, podría vivir resentida, amargada, odiando a quien me hizo sentir tan mal. Pero decidí no irme por ahí. No quise convertirme en otra persona que destruye y lastima. Ya hay suficiente gente ocupando ese lugary lo más triste es que muchas veces son los más cercanos.

Me di cuenta de lo lamentable que debe ser el interior de alguien que, con tal de sentirse menos peor, necesita señalar a otro. Y decidí no ser esa persona. Mucho menos con mi esposo y mi hijo. No me imagino criticando su aspecto físico, ni haciéndolos sentir menos.

Desde entonces procuro no hablar de cuerpos ajenos. Y pienso que es algo que deberíamos inculcar casi como mantra: no se habla de cuerpos ajenos. Es más, ni de cuerpos, ni de vidas ajenas.

A veces pienso que ese fue apenas el primer aprendizaje: no juzgar cuerpos. El segundo llegó con la pandemia.

Déjeme le cuento, hipócrita lector. Como muchos, seguramente, pasamos una crisis económica dura. El contrato de mi esposo terminó antes de lo previsto y yo, por mi lado, perdí mi trabajo. Vendimos lo poco que teníamos y nos mudamos a otra ciudad. El dinero no alcanzaba ni para lo básico. Era, literal, comer o vestir.

Un día me ofrecieron trabajo y nos invitaron a casa de mi futuro empleador. Pero mi esposo ya no tenía qué ponerse. Apenado me dijo que me adelantara, y él fue rápido a buscar algo. Con el casi nada que nos quedaba, lo único que pudo comprarse fue un short gris, largo, de esa tela que ni en el tianguis perdonan.

Pero lo peor fueron las burlas. Sobre todo la de alguien que, en ese entonces, yo llamaba mi mejor amiga:

—¿Para eso tardó? ¿Para venir vestido del Maromero Páez?

Risa. Chiste. Aplauso.

Me dolió. Mucho. Porque ella sabía perfectamente la situación por la que estábamos pasando. Me dio rabia, sí. Pero también entendí algo: no a todas las personas les importa la batalla que estás librando.

Todo esto me vino a la cabeza tras una reunión con varias mujeres. Hablábamos de embarazo, parto o cesárea, según el caso. Historias reales: desgarres, preeclampsia, lactancia agotadora, recuperación dolorosa. Nada de ese romanticismo que suele envolver la maternidad. Cosas que te hacen pensar seriamente en no tener (más) hijos.

Y no faltaron las que, con toda convicción, soltaron el argumento clásico: tus hijos crecen solos, sufren mucho si son hijos únicos, se acompañan y te acompañan, deberías buscar la parejita. Cada quien, juzgando desde su trinchera, sin entender que la maternidad también duele. Y que no a todas les duele igual.

Ahí pensé en lo nublado que se ve todo cuando solo lo miramos desde nuestro lado. Cuando, de nuevo, no comprendemos la magnitud de lo que el otro está librando. Cada quien sostiene su dolor como puede. Y así vamos por la vida: opinando de cuerpos que no habitamos y decidiendo sobre dolores que no sentimos.

Pero bueno, al final, nadie sale ileso. Ni de la infancia, ni de la maternidad, ni de la crítica. Lo mínimo que podríamos hacer es no empeorarle la vida a los demás con juicios ajenos. Y si no vamos a ayudar, pues mínimo no estorbar.

A mí me tomó años entenderlo, pero ahí va, por si le sirve a alguien: lo que se dice, se queda. Y lo que no se dice, también.

El respeto al cuerpo ajeno y a la vida ajenatambién es la paz.

Artículo anterior
Artículo siguiente

Notas relacionadas

Últimas noticias

spot_img