La BBC publicó la semana pasada un artículo sobre los “vampiros emocionales”, y el término me sonó bastante familiar.
En realidad no sabía que existía; alguna vez se lo dije a alguien que me hacía sentir que me quitaba la energía, y lo imaginaba como un ser “chupándote”. No en el mejor de los sentidos, sino de ese que, después de estar a su lado, de “platicar”, terminas desganada por completo.
Nunca se me ocurrió buscar si el término era real hasta ahora que lo leí. Y lo describe tal cual. Permítame compartirle, hipócrita lector, la definición de la BBC: “La expresión ‘vampiro emocional’ se refiere a aquellas personas en tu entorno que de alguna manera logran drenar toda tu energía cada vez que estás con ellas; las amistades que lo único que hacen es quejarse, exigen que te sientes con ellas y escuches sus problemas y nunca te preguntan por tu vida.”
Conforme lo iba leyendo, recordaba cada momento en que esta persona —a quien, para efectos prácticos, llamaremos Rufus— hacía su entrada triunfal en mi día.
Y es que, le cuento, Rufus y yo no vivíamos en la misma ciudad (menos mal), pero coincidimos porque yo me hacía estudios para ver si era candidata a una operación de los ojos (no lo fui). En esa época escribía para una revista, y Rufus trabajaba en un sitio que me pareció interesante para un artículo. Entrevisté a la directora del lugar y, desde entonces, él y yo nos caímos bien.
Empezó con llamadas recurrentes que pronto se volvieron diarias. Yo vivía sola, no me molestaba tanto, hasta que entendí que mis horarios dependían de sus historias. Si tenía visitas, no podía disfrutarlas: Rufus me reclamaba si no contestaba. Yo debía estar disponible siempre; él, en cambio, colgaba en cuanto llegaba una de sus múltiples pretendientas.
Aprendí cada detalle de su vida, en especial los que lo mostraban como víctima o como héroe de epopeya. Buscaba mi aplauso, mi crítica constructiva, pero casi nunca preguntaba: “¿y tú cómo estás?”
La psicóloga Suzy Reading lo resume en la BBC: “tienen una necesidad excesiva de validación, de reconfirmación. Y nada de lo que ocurre en su vida es culpa suya”. Exacto. Y así, poco a poco, estas relaciones terminan minando la energía… y hasta la autoestima.
Lo único que yo agregaría a la definición académica es la solución práctica: no se necesitan ajos ni crucifijos. Para alejar a un vampiro emocional, basta la bendita opción de poner distancia.
Al menos eso a mí me funcionó. Porque llegó un momento en que, el hueco que me dejaba Rufus, yo lo llenaba con cosas dulces. Sentía una desesperación por comer Gansitos, las Coca Colas me las bebía como agua —ni gestos hacía, hipócrita lector—. Hubo una temporada en que me preparaba un litro diario de chocolate Abuelita… y me lo zambutía entero. Me sentía débil, vacía. Y por supuesto, terminé con altos índices de azúcar en la sangre y hasta tratamiento de diabética me recetaron.
La gota que derramó el vaso llegó una tarde, frente al estacionamiento de un centro comercial, cuando de repente me caí. No me tropecé, no me resbalé, nadie me empujó: simplemente me caí. Y me dio coraje sentirme tan frágil.
A partir de ahí empecé a ponerle límites al conde Rufus. Porque claro, él sí aceptaba saliditas con sus aspirantes a novias —mujeres con dinero, incluso casadas—, pero a mí no me lo permitía. Así que empecé a ignorar sus llamadas, a salir con amigos y hasta a tener dos que tres citas.
Incluso, a propósito, le mencionaba que había salido con alguien, para que entendiera que quizá ya no estaría tan disponible. Pero el conde Rufus es un ser muy manipulador: cambiaba la narrativa a su favor, siempre dejándome claro que lo aprovechara, que disfrutara mi tiempo a su lado porque en un dos por tres él tendría novia… y yo siempre iba a estar en la friendzone.
Imagine usted, hipócrita lector, una aplicación en su teléfono que le consuma toda la pila. Así era Rufus. Yo era su alarma, su copiloto camino al trabajo, su sombra en la oficina. Sabía lo que comía, lo que lo hacía enojar, lo que lo ponía triste. Y, además, le cuidaba a su gata cuando viajaba, aunque eso implicara dejar encargada a mi perra.
Y se preguntará: ¿por qué no simplemente lo bloqueaste? Ah, porque teníamos un viaje planeado, ya en fase final. Yo sólo esperaba el itinerario para echar a volar al conde Rufus.
El destino, como buen cómplice, se alineó para que todo saliera mejor de lo planeado. Y fue justamente ese viaje el parteaguas, la estaca, el amanecer que terminó con esa “amistad” que me drenó el alma.
Rufus, por supuesto, se indignó conmigo por ese giro inesperado en nuestra trama, se hizo la víctima —obviamente—, me dejó dichas mil injurias… y ya no sé de él. Seguramente sigue consumiendo la energía de quien se deje, porque ama la atención, la idolatría, el engaño.
Yo recuperé mi salud y créame, hipócrita lector, ahora la vida tiene mucho más sabor.