Otra vez me tocó mudanza. Se acabó el contrato y, de nuevo, la empacada, la emplayada, el sube y baja de cajas, la movida. Ya sabe: la tragicomedia habitual.
Donde vivía antes, mis vecinos eran, en su mayoría, personas mayores. Ni un solo infante a la vista. Eso sí: muchos perrhijos.
Y mire usted, yo me considero una persona de mente abierta. Que cada quien forme la familia que le plazca: tradicional, homosexual. Que si hay sugar mamis o sugar daddies. Que si no hay hijos, mejor para el planeta. Allá cada cual con sus gastos y sus gozos.
Pero lo que sí me hace ruido —y del fuerte— es la poca empatía con los niños.
Estoy francamente impresionada por la manera en que la gente odia —del verbo les caga— que esos pequeños humanos corran, griten, se embarren, pregunten y toquen todo sin pedir permiso.
Y lo hacen simplemente porque son niños. Y es tan natural como que respiren.
Al lado de esta nueva casa hay un matrimonio con un bebé. Y llora. Claro que llora. ¿Qué esperaba usted? Pero lo grave no es el llanto, sino ver a sus padres pidiendo disculpas con la mirada, como si uno fuera a reclamarles.
A ese grado hemos llegado: a sentir vergüenza porque el bebé tiene hambre, o sueño, o se ensució el pañal… y la única manera que tiene de expresarlo es llorando.
Eso me recordó una escena de cuando estudiaba la maestría. Tuve un profesor de Filosofía, el buen Alejandro Farfán (que en paz descanse y dé sus clases en el cielo). Don Alejandro hablaba con entusiasmo de su nieto. En una de sus anécdotas de abuelo embelesado, nos contó que el niño se metió a uno de esos chorros de agua que brotan del piso… y la empapada fue gloriosa. Pero más que nada, la divertida.
Creo que él lo disfrutó tanto como su nieto.
La madre del pequeño, en cambio, enfurecida: que si se mojó la ropa, que si el agua estaba sucia, que se iba a enfermar.
El doctor Farfán procedió con sabiduría: le compró una muda de ropa, le echó un poco de agua potable para quitarle la suciedad… y listo. A fin de cuentas, lo bailado, ya nadie se lo quita.
Lo contaba con esa serenidad de quien entiende —no solo con la cabeza, sino con el corazón— que eso hacen los niños.
¿Y apoco no estaba en lo correcto?
Entonces, ¿por qué nos enoja tanto verlos ser felices? ¿Por qué no les permitimos ser normales?
Nos indignamos porque los niños viven pegados a una pantalla, sin moverse ni hablar. Pero basta con que salten, rían, canten o hagan ruido para que ya queramos que se callen los pinches escuincles.
Qué contradictorios nos hemos vuelto. Qué selectiva nuestra paciencia.
Y no exagero cuando digo que los niños han descendido en la jerarquía social. Hoy están por debajo de los michis y los lomitos.
Y ojo, no me malinterprete, hipócrita lector: adoro a los animales.
Tengo una perra y una gata, a las que —le prometo— nada les falta. Si usted supiera la dieta que llevan las canijas… ¡a veces comen mejor que yo!
Pero no las humanizo. Las respeto tanto, que no las confundo con otra especie.
Si me lo permite, aquí va mi teoría: vivimos en la era del menor esfuerzo emocional.
Y como criar niños implica frustración, preguntas difíciles y risas intempestivas, optamos por mascotas.
Esas que, con una regañada y unas croquetas, se calman. No preguntan, no lloran, no interrumpen la junta de Zoom.
Y si a usted le funciona, adelante. Está en todo su derecho de sentirse mejor con la compañía de un peludo que con la de un mocoso. Está perfecto.
Pero no se vale desquitarse con los niños.
No se vale hacerlos sentir una molestia ambulante.
No se vale gritarles, ignorarlos, ningunearlos, como si fueran un spam sonoro.
Y eso sin meternos en terrenos más oscuros, donde hay abusos que duelen hasta de nombrar. Pero ahí están. Y lo más triste: se toleran. Se permiten. Se normalizan.
Se nos olvida —ay, qué fácil se nos olvida— que alguna vez fuimos iguales. Traviesos, pegosteados de dulces, ruidosos.
Bajémosle dos rayitas a la intolerancia. Dejemos de perder de vista que somos humanos. Y tratémonos como tal. Empezando por los infantes.
¿Qué tal si, en lugar de proyectar en los niños nuestros traumas… mejor vamos a terapia?
Abracemos a nuestro niño interior.
Y dejemos en paz a los del exterior.