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martes, julio 8, 2025

De la gentrificación a la xenofobia, hay un solo paso

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Ya le había contado, hipócrita lector, que me tocó vivir la gentrificación en carne propia. En cuestión de unos años, la ciudad de la cochinita y el calor eterno se fue llenando de foráneos y extranjeros con billetera gorda y español nulo.

Las zonas cotizadas de Mérida norte y centrose volvieron campos de batalla inmobiliaria. Lo que antes era una casona familiar terminó convertido en Airbnb. Y los locales y fuereños de clase media tirándole a baja, claro, ya no sabíamos si reír, llorar o rentar en lo que quedaba.

Desde hace tiempo, los yucatecos se dicen hartos de los huachosasí les llaman, con cierto cansancio y mucha resignación a los que llegan con otra cultura, otro idioma, otras mañas, y sobre todo, otros ingresos. Porque hay que decirlo sin rodeos: el trabajador promedio no puede competir con el dólar. Y eso lo ha ido empujando hacia el sur, a colonias más alejadas, más precarias, más olvidadas.

Ahora bien, seamos honestos, hipócrita lector: si a usted le ofrecen una casona antigua, un terreno céntrico, una joyita colonial a precio razonable (es decir, razonable para quien gana en euros o dólares)… ¿de veras no la tomaría?

Pues claro que sí.

Y eso es justo lo que está pasando.

Quien puede, aprovecha. El sector inmobiliario se ha vuelto una minita de oro, y los que llegan saben bien dónde excavar. Pero como en toda fiebre del oro, unos se enriqueceny otros se quedan sin tierra.

Y sí, es lamentable. Porque mientras las zonas coolse embellecen y encarecen, los mexicanos de a pie terminan viviendo donde el transporte público es una promesa rota y la seguridad, un volado. Todo esto, por supuesto, en un país donde los salarios están para llorar (y no de emoción).

Pero nada justifica la xenofobia. Nada justifica la violencia.

Ni los precios, ni los corajes.

El odio disfrazado de justicia social sigue siendo odio.

Y lo vimos en la protesta antigentrificación de la CDMX: negocios destrozados, empleos afectados, consignas mal dirigidas. No se puede pedir respeto desde el garrote. Nos indigna (y con razón) el trato que reciben nuestros paisanos en Estados Unidos, pero aquí vamos, listos para sacar a patadas al vecino extranjero porque vino a quitarnos todo.

Uno puede y debeexigir cambios. Pero esas exigencias deben ir dirigidas a las autoridades, no al vecino que ni siquiera sabemos si paga impuestos o no (aunque ya lo juzgamos desde el acento).

Calienta la cabeza, claro.

Ver cómo una ciudad que amas se vuelve inaccesible. Ver cómo te alejan, poco a poco, de las calles donde creciste. Pero el enojo no debe convertirnos en lo que más odiamos.

Porque en el pedir está el dar, como dicen las abuelitasy también la posibilidad de no perder lo que aún es nuestro.

Y si realmente queremos evitar que nuestras ciudades se nos escapen de las manos, entonces más que destrozar cafeterías, hay que exigir otras cosas: políticas de vivienda accesible, controles de renta, regulación seria de plataformas como Airbnb, incentivos para los que ya estaban aquí y un sistema de transporte digno para los que se fueron porque no les alcanzó quedarse.

La gentrificación no se combate con piedras, sino con planeación, justicia fiscal y voluntad política.

Y claro, con un poco de empatía.

Porque nadie se salva solo, y menos en un país donde todos, alguna vez, hemos sido de fueraen algún lado.

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