No sé en qué momento hablar se volvió un acto tan valiente.
Podríamos pensar que, con todo lo que decimos al día —que si el clima, que si el tráfico, que si el café— también podríamos hablar de lo que importa. Pero no. Hay cosas que duele contar.
Recuerdo cuando comenzó el #MeToo. Que, más que un movimiento, fue una grieta por donde salieron verdades guardadas en los cajones de la vergüenza. Mujeres —y también hombres— empezaron a hablar sobre el acoso y el abuso sexual del que fueron víctimas.
Y ahí empezaron a brotar las historias. Historias que no eran de película, sino de casa, de oficina, de calle. Historias que nos dejaron claro que el abuso no discrimina: ni edad, ni clase, ni vínculo.
Cada vez que un nuevo caso se hacía público, otros salían a la luz. Se volvía una bola de nieve, enorme y dolorosa. Y entonces empecé a escuchar confesiones que no sabía que tenía tan cerca:
“A mí, de niño, me manoseaba la señora que me cuidaba.”
“Yo dejé de ir al cine porque, a los nueve, alguien me metió la mano debajo de la falda.”
“Me agarraron las chichis en un autobús.”
Yo, hipócrita lector, tampoco me salvo.
De adolescente, dos veces me topé con hombres que se sacaron el pene para enseñármelo en la calle.
Un taxista me acosó y tuve que bajarme en un alto y correr como alma que lleva el diablo.
Otro tipo me siguió en su camioneta cuando volvía de la universidad. Aceleré el paso, me refugié en una gasolinera y ahí me quedé hasta que se fue.
También me ha tocado ver cómo se masturban a mi lado en el transporte público.
Y no, no es porque una vaya provocando.
Ni porque esté “muy buena”.
Ni por ninguna de esas teorías de machismo exprés que tanto abundan.
Simplemente no hay justificación posible.
Porque esto nos pasa a millones. Cada día. En cualquier parte.
Y lo más canalla del asunto es que muchas víctimas terminan sintiendo que fue culpa suya.
Por no gritar. Por no defenderse. Por no prever lo imprevisible.
Por existir, básicamente.
Se repiten la escena una y otra vez, como si en una de tantas repeticiones pudieran cambiarla.
Pero no. El daño ya está.
Y, en el mejor de los casos, se enfrenta con el paso del tiempo o con terapia. En los peores… con silencio y miedo.
Indigna, además, que quienes se atreven a hablar reciban dudas antes que apoyo.
Que se les cuestione el tono, el momento, la ropa, la memoria.
Indigna que todavía seamos capaces de señalar con el dedo a quien sobrevivió, en lugar de apuntar al agresor.
Que se repitan las historias con distintos nombres, en distintos cuerpos, con el mismo horror.
Yo no sé, hipócrita lector, si el mundo va a mejorar algún día.
Pero sí sé que no pasará con el silencio.
Porque cada vez que alguien se atreve a hablar —aunque le tiemble la voz, aunque le duela la garganta— se abre una rendija. Pequeña, sí.
Pero por ahí entra un poco de luz.
Y a veces, con eso basta para empezar a sanar. Para buscar un poco de justicia.
No callar, en estos casos, es un acto de valentía y de dignidad.
Evidenciar a los perpetradores es apenas el inicio en la búsqueda de equilibrar la balanza entre el bien y el mal. Si con ello logramos evitar que le pase a alguien más, ese ya es un paso hacia otro rumbo posible para la sociedad.
Que no se nos pase de moda el coraje.
No dejemos de hablar.
De escuchar.
De cuidar(nos).
Que no se nos haga costumbre callar lo que duele.
Y mejor aún: que culpar a la víctima deje de ser una costumbre.