Una de las entidades más conservadoras de México, la Puebla cuya capital es de los Ángeles, la Puebla del Yunque, de las escuelas de monjas que dejan marcas para toda la vida, de los rancios linajes y el orgullo de su herencia española, hoy es generadora de un milagro: el Congreso despenalizó el aborto por mayoría de votos. A pesar de las protestas de grupos como el Frente Nacional por la Familia, los legisladores del PAN y hasta del mismo arzobispo Víctor Sánchez, la reforma marchó hasta su aprobación con 29 votos a favor, 7 votos en contra y 4 abstenciones.
Las feministas estamos de plácemes. Por fin nos otorgaron la facultad de decidir por nosotras mismas qué opción elegir. Al fin es nuestro el aparato reproductivo que da origen al mundo. Ya tenemos el poder.
No será más un “asunto de dos”. Ya no necesitaremos que la pareja esté o no de acuerdo con el aborto y que en el hospital clandestino pidan la firma de consentimiento del padre. Las mujeres podrán medir sus fuerzas únicamente a la luz de sus circunstancias personales. No otra cosa. Y si no pueden o no quieren tener al bebé, podrán optar por el aborto en mejores condiciones que hasta el día de hoy.
Falta mucho, claro, para asegurar el bienestar y el trato digno a las mujeres gestantes que requieran solicitar el servicio en hospitales públicos. Falta que la interrupción del embarazo sea vista como una medida de apoyo para las mujeres -muy particularmente las adolescentes- víctimas de abuso sexual por parte de parientes, maestros, amigos,
tutores de todo tipo. Falta que los grupos Pro-Vida redimensionen el gran avance que en materia de derechos humanos ha sido esta modificación: la inminente reforma a los artículos 339, 340, 341, 342 y 343 del Código Penal. Falta que dichos grupos reflexionen sobre el desgaste de las familias que no pueden mantener el hijo no deseado de una niña de 12 años que tuvo la mala suerte de convertirse en presa de algún maestro, compañero, vecino, primo.
Por supuesto, falta que se acaben los matrimonios forzados por la mala decisión de dos adolescentes que tienen relaciones sólo porque todos los demás ya tienen vida sexual activa.
Este primer paso representa, sin lugar a dudas, un triunfo rotundo de los colectivos feministas, de mujeres de todas las edades en busca del empoderamiento que implica decidir sobre el propio cuerpo y sobre el futuro. Muchas de esas voces refieren historias de terror vividas en clínicas clandestinas.
Jóvenes que, sin saber qué hacer o a dónde dirigirse después de confirmar el embarazo no deseado se ponían en manos de charlatanes que les cobraban miles de pesos y muchas veces acababan con su salud o con su vida. Mujeres casadas, apergolladas por la pobreza y la falta de oportunidades. Madres solteras, quienes además sobrellevan la etiqueta -al igual que las divorciadas- de estar “disponibles”.
Universitarias que deciden no cargar con la responsabilidad de un hijo por no estar dispuestas a renunciar a sus sueños y a su futuro.
Son muchas las razones por las cuales se debía despenalizar el aborto. Ahora falta que las instituciones de salud atiendan de manera gratuita a las mujeres que lo soliciten, sin preguntas ni maltratos. Quizá haya muchos médicos que por razones de conciencia se nieguen, pero ojalá algún día haya una zona específica en los hospitales donde trabajen médicos preparados psicológicamente para aceptar el reto.
Por lo demás, despenalizar el aborto y más adelante proveerlo como un servicio más del sector salud no sólo implicó votar a favor de la responsabilidad y la autonomía de las mujeres sobre su cuerpo; también representó votar por la Tierra, por la conservación de los recursos, por la vida de quienes ya están aquí y necesitan desarrollarse. Tal vez, siendo optimistas, detener la gestación de niños que acaban tirados en la calle o en la basura pueda también remover en algo la miseria, la violencia en las calles, el hambre que se intenta mitigar con el chemo y las drogas adulteradas.
Pienso en todos esos grupos de rezanderos a los cuales se les está quitando en estos momentos su injerencia en asuntos tan personales: ¿qué más se les estará quitando? Muchos de ellos son dueños de clínicas pequeñas. O de farmacias. O tienen escuelas. Guarderías. Pero, y de eso estoy segura, ninguno se encarga de atender las necesidades de una mujer pobre a la que condena a priori por interrumpir voluntariamente su embarazo. Tampoco se hace cargo del bebé.
Son buenos para dar consejos. Para invitar al rezo y al arrepentimiento. Dicen que el alma se instala en el embrión en el momento mismo de la concepción. Le tienen mucho respeto al misterio del embarazo. Mientras, sigue sin importarles el sufrimiento de quien atraviesa por el peor momento de su vida.
Tampoco es que les importe mucho su propia huella de carbono, ni la de sus hijos y nietos. El planeta está en una fase de degradación que ya resulta imposible negar. Las ciudades crecen a ritmo de caos. Cada vez hay más necesidad de vivienda, de agua, de comida. En ese panorama, es fácil prever que el ser humano que llega al mundo sin ser deseado tendrá una muy mala calidad de vida, si no muere antes, ya nacido, en el interior de un contenedor de basura o molido a golpes o intoxicado por quien lo alquila para pedir limosna en las calles.
Gracias a todas las luchadoras que nunca se rindieron. A las jóvenes que con su pañuelo verde al cuello han pasado a formar parte indiscutible de la historia de las mujeres de Puebla.