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lunes, mayo 6, 2024

Vislumbres del infierno

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En su libro de ensayos La verdad de las mentiras, el escritor peruano Mario Vargas Llosa nos dice que William Faulkner escribió su novela Santuario en 3 semanas. Era 1929, el inicio de la Gran Depresión; Faulkner se acababa de casar y hasta ese momento se había dedicado a escribir “por placer”, según sus propias palabras. El futuro Premio Nobel se impuso un trabajo extraño para esos días: escribir una historia que moviera a la crítica, pero también al consumidor de obras fáciles y estridentes. Necesitaba un libro “ruidoso”. Abrumador. Que armara un escándalo, pues, para vender hartos ejemplares. Y lo consiguió. Tan terrible resultó que su editor se negó a publicar la novela con el argumento de que tanto el escritor como el mismo editor acabarían con sus huesos en la cárcel. El mismo Faulkner abominó de la obra al punto de convertirla en el único de sus libros que no dio a leer a su madre. Según el mismo Vargas Llosa, tiempo después de que saliera a la luz Mientras agonizo, Faulkner recibió las pruebas de imprenta de Santuario. Al releer la historia, el escritor hizo correcciones, matizó el lenguaje pero mantuvo el argumento casi en su integridad. De hecho, los pocos cambios argumentales trajeron una mayor complejidad moral y formal a la historia. La “naturaleza del mal” presente en todos y cada uno de los personajes de Santuario, aún los más estúpidos e ignorantes, ingenuos, bellos, viejos o impedidos, deviene un personaje en sí misma. Un reino de sombras que invade cada rincón de la conciencia y la conducta de seres dominados por sus impulsos más oscuros. “La tragedia clásica incluida dentro de la trama policiaca”, han dicho a lo largo de más de 80 años críticos varios. Santuario sigue conmoviéndonos, a pesar de que la exposición a las peores formas de la violencia entre los seres humanos se halla ahora al alcance de casi cualquiera con acceso a un smartphone. Quizá por ello no resulta tan sencillo hacernos estremecer con una historia de violaciones, racismo, piromanía, linchamientos y delincuencia organizada.  

Lo que a mí me pareció más interesante no es el breve tiempo en que Faulkner escribió una novela considerada una de las obras maestras de la literatura del siglo XX, sino aquello que subyace en el estrato más profundo de esta fábula sobre el mal:  la sórdida, pesimista intuición del creador de Luz de agosto respecto de sus congéneres. Que las esclusas del infierno están en un lugar situado en pleno corazón humano. 

Luego de releer Santuario me resulta difícil aceptar tantas y tan osadas loas a obras de reciente aparición. Obras que reflejan una realidad dolorosa y persistente, obras con un público garantizado; fábulas poderosas, escritas con maestría, algunas que prometen un futuro venturoso a las novelas apadrinadas por los tutores de la Fundación para las Letras Mexicanas y otras que surgen bañadas de sangre como reflejo de las constantes del narcotráfico y la persistencia del lector interesado en esos temas. De acuerdo, esas obras son buenas y venden. Sí, pero son obras hechas con materiales sintéticos. Librescas. Sin alma.  Obras nacidas en la comodidad de una MacBook mientras se beben chelas y se asan carnes los domingos.  Ignoro si hay por ahí autores mexicanos que hayan vivido en un burdel como Faulkner o que siquiera conozcan las cantinas de piso de aserrín y que apestan a orines. O escritoras mexicanas que vivan en situación de violencia extrema, como la escritora checa Simona Monyová, cuyas novelas se internaban por los caminos de la domesticidad peligrosa y que en 2011 acabó muriendo a manos de su esposo y editor de sus libros.  

¿Será que el mal está tan extendido y tan normalizado que ya no funciona ese apotegma manoseado en los talleres literarios: “Usa tus demonios”? ¿Será que ya no hay gritos lo suficientemente estentóreos como para sacudir las conciencias? O de plano, ¿no hay por ahí escritores que apuesten por la incomodidad, el malestar, las preguntas que se hace alguien una mañana al despertar con resaca y rodeado de cajas vacías de pizza? ¿Dónde están las nuevas formas de mirar el mundo o el infierno?  ¿Ya nos volvimos malos todos? No lo creo. ¿Se agotaron ya todos los temas? No, tampoco. Hay una inercia clara. Las novelas que inundan las mesas de novedades cada temporada son un reflejo del estado de las editoriales. Ellas crean el mercado y, de paso, a los lectores que buscan libros para llevarlos en sus vacaciones o para regalar en Navidad.  

Dicen por ahí que la esperanza es lo último que muere. Cuando el hambre acicateaba los demonios internos de William Faulkner en un año

en que la existencia se hacía añicos por todos lados, la nauseabunda y emponzoñada realidad de un puñado de personajes gritó a los cuatro vientos que el infierno está en esta tierra y no tiene remedio. En el tiempo transcurrido desde la publicación de Santuario se han escrito obras sangrientas, pesimistas, terribles. La Segunda Guerra Mundial fue el parteaguas para el surgimiento de una nueva clase de novela y de novelistas. Las consecuencias de dicho conflicto bélico cambiaron la moda, el humor, los miedos y los enemigos. Sus ecos alcanzaron a Latinoamérica con la llegada de los distintos exilios. Las voces del dolor fueron muchas. Los hijos y nietos de esa ola de intelectuales devenidos en escritores son ahora quienes retratan -con la agringada estética de serie de Netflix- el salvajismo de los tiempos que corren.  

A pesar de todo, aún creo que, algún día, el enigma de la creación nos volverá a brindar obras en las cuales reconocernos. Quizá entonces recordemos lo que alguna vez Nietzsche dijo: “Contamos con el arte para que la verdad no nos destruya”. 

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