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lunes, septiembre 16, 2024

Sobre la gracia

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Una de las novelas más interesantes y complejas escritas por la autora canadiense Margaret Atwood (autora de El cuento de la criada) es Alias Grace. Publicada en 1996, Alias Grace es una novela histórica basada en un hecho real. Su protagonista fue un personaje notorio del Canadá del siglo XIX, una asesina de 16 años llamada Grace Marks. Fue condenada a la horca por dos asesinatos ocurridos el 23 de julio de 1843. El macabro hecho apareció en todos los diarios de Canadá, Estados Unidos y Gran Bretaña. Los detalles amarillistas se regodeaban en la personalidad intrigante de Grace Marks, una chica demasiado hermosa y demasiado joven, demasiado pobre. Había migrado de Irlanda y, como muchas jóvenes de su edad, obtuvo trabajo de servidumbre en la casa de una pareja: Thomas Kinnear y Nancy Montgomery (esta última ama de llaves y concubina del patrón). La autopsia reveló que Nancy estaba embarazada al momento de su asesinato. Los supuestos asesinos, Grace y otro sirviente de nombre James McDermott, huyeron a Estados Unidos y la prensa concluyó: Grace y James eran amantes y mataron a su patrón por codicia, para poder huir con su dinero a algún lugar donde no los conocieran. La combinación de sexo, violencia, más la reprochable rebeldía de las clases bajas resultaba demasiado atractiva para los periodistas de aquel tiempo. El juicio se llevó a cabo en noviembre de ese mismo 1843. Ambos fueron encontrados culpables y condenados a morir en la horca. James fue colgado en frente de una gran multitud en noviembre 21 pero a Grace se le conmutó la pena en el último momento: en lugar de la horca le darían cadena perpetua. Gracias al trabajo de su defensor y de un grupo de peticionarios —todos ellos respetables caballeros— que la defendieron, Grace se libró de una ejecución pública y, más adelante, se libró también de la cárcel. Todos ellos argumentaron que se le había tratado con demasiado prejuicio, sin tomar en cuenta su extrema juventud, la debilidad de su sexo y la aparente ingenuidad con la que siguió a James en su aventura criminal. Grace ingresó a la penitenciaría provincial de Kingston el 19 de noviembre de 1843.

Por el resto del siglo su caso y su persona continuaron polarizando la opinión del público respecto de su caso, basado en la prejuiciosa ambigüedad victoriana sobre la naturaleza de las mujeres. Algunos creían que Grace podía ser una perversa seductora escondida en la piel de una jovencita capaz de instigar a un hombre a cometer un delito tan grave
como los asesinatos de dos personas. Otros, en cambio, pensaban que Grace era una víctima forzada a guardar silencio.

En 1872, Grace obtuvo finalmente el perdón. Los registros muestran que ella se fue a Nueva York acompañada por su custodio y la hija de éste. Los rumores y la maledicencia respecto de la figura de Grace Marks siguieron, a pesar de que después de esa fecha su rastro desapareció por completo.

Escrita con un pulso feminista indiscutible, Atwood nos lleva de la mano por la terrible situación que enfrentaban las mujeres solas en una sociedad puritana, horrorizada y a la vez atraída por el pecado, la transgresión y las conductas infractoras. Con la mirada puesta en la protagonista (una narradora poco confiable que nunca pide clemencia ni tampoco acepta culpas), nos adentramos en las salas victorianas donde la luz quedaba entrampada en estancias cargadas de humo donde Grace se convierte en un experimento, un cobayo sin dimensiones humanas al cual se debe dejar libre para cumplir con los nuevos dictados de la psiquiatría y otras prácticas, desde la hipnosis hasta el espiritismo. Todo ello con el afán morboso de ver de cerca a una asesina real. Como si las personas sentadas en torno de una mesa donde se convocaba a los espíritus pudieran cortar el camino hacia otras dimensiones gracias a la presencia del mal en persona.

Al final, la duda de la culpabilidad de Grace Marks persistió entre muchos sectores del público, incluyendo el psiquiatra que intentó llegar a la verdad a través de entrevistas durante las cuales la asesina trataba de llegar al fondo de sus recuerdos. Pero una sombra cubría siempre el rostro de la mujer, como si todo lo dicho hubiera sido mentira o quizá una verdad tan descarnada que era imposible exponerla sin sentir vergüenza.

Las extraordinarias dotes narrativas de Atwood nos proporcionan una visión brutal del maltrato a las mujeres pobres, solteras, consideradas por la sociedad como delincuentes por su condición de “mujeres sin hombre”. A través de la reconstrucción histórica nos
adentramos en los ámbitos infernales de aquella época: las cárceles y las salas de reunión de los burgueses aburridos. De esta forma somos testigos de los golpes, insultos y abusos de todo tipo contra las mujeres de todas las clases sociales. La violencia quedaba como una impronta de generaciones enteras de muchas “buenas familias”. La agudeza de la autora nos hace saber, a través del trayecto narrativo que el psiquiatra le impone a Grace, que es muy probable que sea culpable. Lo maravilloso de su caso es cómo una mujer inculta que pasó 30 años en la cárcel logró burlar a sus detractores cuando la aprehendieron a los 16 años y después a sus defensores que la libraron de la sentencia de por vida a los 46. La astucia y las dotes histriónicas de Grace son probablemente producto de su difícil infancia, la temprana migración a otro país, su condición de paria, a pesar de tener un trabajo, o quizá sólo se trate de la aguda inteligencia natural de la chica, que adquirió proporciones mayores, se afiló y se hizo mortal cuando decidió liberarse del yugo de sus patrones.

Traigo a colación este grandioso relato de Margaret Atwood como una advertencia: no habrá nada bajo el sol que no se sepa con el tiempo y cierta paciencia. Siempre habrá alguien que, mediante pequeños actos y mucho tesón, logre destapar cloacas que se creían clausuradas para siempre.

 

Gracia bajo fuego

Estamos a poco tiempo de que termine la actual administración de gobierno. Empiezan las carreras para reunir la documentación de la entrega-recepción que los equipos de transición comenzarán de manera formal en unas semanas. Las expectativas de quienes aseguran haber realizado un buen trabajo durante los años de su gestión suben y bajan
con el vaivén de los rumores, las especulaciones de café, las notas de columnistas y articulistas políticos, los enemigos y los aliados. Con la enloquecida esperanza de repetir en el cargo o incluso en alguno mejor, funcionarios y funcionarias se amarran a sus
escritorios a la espera de una merecida ratificación. Poco a poco la adrenalina sube, sobre todo cuando sus amigos, familiares, compadres, sobrinos o aquellos conocidos que participaron en las campañas no aparecen en la lista de los secretarios designados por el Gobernador electo. Ni en la de los equipos de transición, por más amplios e incluyentes que parezcan. Las fuerzas flaquean. Las certezas caen en pedacitos día con día. Los funcionarios que consiguieron quedarse después de la razzia efectuada por los secretarios designados por el Gobernador suplente, sobre todo aquellos que subieron de nivel y tuvieron durante un año casi y medio un poder largamente acariciado y al final fabricado en largas sesiones de intrigas burocráticas, se sienten desfallecer cada día que pasa sin buenas noticias.

Al interior de las oficinas se barajan nombres. Se buscan conexiones posibles. “¡Ah! Me dijeron que mi maestro de historia política es muy amigo de tal o de cual que está entre los favoritos”. O “fíjate en fulano, no se le despegó al candidato en toda la campaña. Resulta que es compadre de mi papá”. Y así hasta el infinito.

Pero hay personajes estoicos, calmos. Son aquellos que “saben demasiado”. Esos que se creen imprescindibles por haber estado en todos y cada uno de los altos cargos a lo largo del sexenio. Los que piensan hablar muy mal de la administración saliente. Los que van a ponerle a cada funcionario o funcionaria etiquetas que siempre han impactado: “Corrupto”, “irresponsable”, “conflictiva”, “lameculos”, “aviador”, “huevón”, “faltista” y un etcétera más largo que los historiales de un reclusorio. Los calmos viven estos días de conmoción con entereza, con sus certezas intactas. Han logrado conmover, asustar o de plano manipular a muchos nuevos jefes en las administraciones pasadas. Los han convencido de la fiabilidad de sus datos sin pruebas. Han sabido cargar sus culpas, errores y trapacerías en las espaldas de otros funcionarios que ni siquiera les caen mal, sólo les estorban.

El murmullo del panal de avispas crece. Los intrigosos saben que los nuevos jefes necesitarán de su experiencia y visión. Están convencidos de que se quedarán, al menos hasta que se cumpla el tiempo de la curva de aprendizaje.

En definitiva, es un tiempo triste, árido y tenso dentro de las oficinas de gobierno. Esperemos que se queden los que sean de verdad buenos funcionarios y se comporten a la altura con los nuevos jefes. Los que no, váyanse a su casa sin rencores, sin pataletas, sin acariciar venganzas. Conservar la gracia bajo fuego equivale a mantener la calma y la dignidad aun en los momentos más duros y difíciles de la existencia.

A todos los que están girando por última vez la ruleta de su destino laboral, desde esta columna les deseamos mucha suerte.

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