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jueves, diciembre 5, 2024

Los mentirosos

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“Todos mienten”, decía de manera patibularia ese gran personaje de la serie televisiva  Doctor House. Todos tienen secretos que proteger parecía ser la razón de esa lacónica afirmación del odioso especialista en diagnósticos extraños. Efectivamente, desde que la raza humana empezó a reflexionar sobre la verdad y la mentira, la primera ha salido victoriosa sobre la segunda, pero sólo porque tiene más prestigio o más méritos. Ápate, la divinidad griega representante del engaño, el fraude, la traición, junto con Dolos, el dios de los ardides y las malas artes, salió de la caja de Pandora para zarandear las conciencias y colarse en cada una de las actividades humanas en las que se establecen relaciones de poder. Platón, por ejemplo, argumentaba que la mentira era necesaria para que los gobernantes mantuvieran el control político. Por supuesto que consideraba la verdad como bien supremo que, por lo tanto, sólo era susceptible de ser conocida por los sabios. Sin embargo, al igual que en los tiempos modernos, los intereses políticos se fundamentaban en una idea de gobernabilidad muy alejada del pueblo común. Sócrates, en cambio, consideraba que la mentira sólo era aceptable cuando se trataba de engañar al enemigo. En una época en que la estrategia social era ganar o morir, se entiende que se ocultaran las verdades y que la simulación campeara a sus anchas.

En la actualidad, la proliferación de las fake news nos planta de frente al problema de la mentira y de los mentirosos. El fraude vende, si no, que lo diga la publicidad engañosa, los productos milagro, los actos contra terceros que causan muertes gratuitas (como los suicidios de adolescentes cuando se viralizan videos donde los acusan de faltas que no cometieron), historias de odio y señalamientos ficticios sobre personas que ni la deben ni la temen. La mentira destruye, eso es innegable. Sobre todo porque nos hemos acostumbrados a usarla como una verdad alterna. A veces pensamos que una mentira blanca nos puede ahorrar meses de cuestionamientos y suspicacias. En otras ocasiones, la mentira sirve de escudo protector contra los celos, las envidias, los señalamientos policiacos y otros asuntos más peliagudos aún. Le mentimos a nuestra madre, al director del colegio, al jefe, a los compañeros de trabajo, a nosotros mismos.

Por ahí dicen los sicólogos que el mitómano es esencialmente un individuo con baja autoestima.  Alguien que en su infancia recibió el ninguneo familiar, el bullying, y luego el rechazo sentimental clásico de la adolescencia. Para llamar la atención, el bocabajeado personaje empieza por exagerar algunos detalles: si el maestro le pregunta a dónde se fue de vacaciones, él dice que a Puerto Vallarta cuando que en realidad se quedó en su casa. Luego sigue mintiendo y en su currículum inserta títulos que nunca obtuvo, así como experiencia laboral inexistente. Lo peor viene cuando su mitomanía alcanza niveles destructivos con el objeto de ascender de puesto. Así, el mitómano puede alardear de proyectos que hicieron otros, provocar las suspicacias del jefe sobre tal o cual compañero, regar chismes intimidatorios, inventar palancas que nunca tuvo de personas que alguna vez lo vieron y después lo olvidaron.

Los mitómanos se creen sus falacias y lo que dicen sobre otros. Ven enemigos en todos lados y usan contra ellos el arma de la mentira como aconsejaba Sócrates. Organizan campañas contra sus enemigos a base de invenciones, falsedades, difamaciones, chismes y traiciones. Porque el mitómano es un traidor natural. No le tiene respeto a nadie ni tampoco tiene manera de detener el mecanismo que lo impulsa a mentir.

Hay mentirosos que adulteran o se aprovechan de información ajena. Son capaces de mandar seguir a quien consideran su enemigo. Lo estalkean, mandan a sacarle fotos hasta conseguir aquella que dejará mal parado al supuesto adversario. Con esa prueba van y, mediante su marrullería convincente (el mitómano por lo general es un gran manipulador) logran su objetivo: convencer al jefe de que hay que correr a esa persona. O sacarla del colegio. O demandarla ante el MP. Su imaginación y mala sangre no tienen límites. Peor cuando se trata de dinero. En ese tema el mitómano es experto sonsacador de cuentas ajenas. Sean laborales o familiares, el mentiroso es capaz de vaciar cochinitos del ahorro, saquear la tarjeta donde depositan a la abuela su pensión y decir que es por una urgencia médica cuando en realidad es para pagarle al dealer; meter facturas de sus familiares para cobrar cuentas infladas, pedir moche a los proveedores y, si lo cachan, echarle la culpa a otro. Porque ésa es la cereza del pastel: incriminar a los demás para salir victorioso de una contienda de la que, sin embargo, tarde o temprano, el mentiroso saldrá trasquilado.

Un ejemplo de ese tipo de personaje es Donald Trump con sus declaraciones falsas, su rabia vuelta tweets malignos y cargados de denostaciones quiméricas contra personas, gobiernos, países. Afortunadamente fue capaz de instigar un asalto al Capitolio con su mentiroso argumento de que los demócratas le habían robado la presidencia. Gracias a ese acto de bárbara venganza, los republicanos no tuvieron más remedio que retirarle el apoyo, al menos en esos momentos, al enrabiado y bilioso expresidente.

Por todos lados hay mentirosos. En el arte, hay críticos que pueden ensalzar una obra mediocre o mala de plano, con tal de satisfacer intereses de brokers y dueños de galerías. Escritores capaces de hacer “novelas” y, con el argumento de que toda obra literaria es ficción, crear libelos contra aquellos que no apoyan su obra o su estilo o sus temas. Gestores culturales que dicen conocer a todos los artistas del momento y resultan ser intermediarios entre los representantes y los clientes.

Hay mentiras de todos tamaños y matices. Decirle a un niño que su tortuga se enterró para hibernar y ya aparecerá en la primavera cuando en realidad la señora del aseo la mató a escobazos es, por decir lo menos, una forma de maltrato, para el niño y la tortuga. Pero decir que Sadam Hussein poseía armas nucleares sólo para destruir la región es un crimen contra la humanidad.

Según el mentiroso es el tamaño de la mentira. Pero las que uno se cuenta, sean grandes o pequeñas, blancas o negras, siempre, invariablemente, resultan ser las peores.

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