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jueves, febrero 13, 2025

89 segundos para el fin del mundo

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Vivimos una época aciaga. Los acontecimientos de la Historia con mayúscula laceran y gravitan sobre la microhistoria contemporánea. Igualito que en el siglo XIX con la invasión francesa, vemos a un mandatario extranjero que pretende cobrar deudas inexistentes con presiones arancelarias mientras todas las charlas de café se centran en el mismo miedo: Trump va a invadir nuestro país. Nos quiere quitar nuestras playas, nuestros recursos naturales, nuestro petróleo, porque puede y quiere. Se sabe dueño del mundo pero, sobre todo, el amo de las negociaciones. Según mi perspectiva, el hombre naranja es en realidad un niño que lleva en las manos granadas de las que explotan. Le gusta jugar, competir y ganar. Si para ello se requiere de la fuerza bruta, lanzará sus granadas sin pestañear.  Mientras en México se temen las consecuencias del despliegue de tropas en la frontera norte, el descobijo de la frontera sur, la falta de compromiso de parte de EU para restringir la distribución de sus armas en territorio mexicano, en las localidades de nuestro país se vive una tragedia aparentemente mínima, pero que conmociona a familias y comunidades enteras: el regreso de migrantes que se fueron hace mucho tiempo. Hombres y mujeres de todas las edades que llegan (algunos) sin hablar español, contritos por haber dejado su patrimonio en EU, deseosos de empezar de nuevo para hacer patria un rato y, en cuanto se vaya o se muera Trump, regresar a la ilegalidad en una economía que los maltrata, pero les paga en dólares. Quieren trabajar, pero no bajo las condiciones en que funciona la economía de acá. Y la economía de acá sigue atenazada por las circunstancias políticas, las decisiones de los gobiernos locales, las campañas políticas, y las amenazas arancelarias de un gobierno extranjero. 

En Puebla, entidad tradicionalmente productora de migrantes, se espera que los expulsados de EU lleguen con sus ahorros a impulsar negocios, start ups de todo tipo. Quizá ya se les olvidó que nuestro estado se caracteriza por su sistema de cacicazgos. Aquí nada se hace sin la venia de los grupos de poder. Y los que ya están adentro de esos grupos evitan cometer errores. Saben que en la calle se enfrentarán a personas recién llegadas, más preparadas, más impuestas al trabajo y no al cochupo. En estos tiempos tan parecidos al siglo XIX, los oligarcas sacarán a relucir su malinchismo disfrazado de patriotismo y abusarán de los paisanos, a los que ya aguantaron las de Caín en un lugar que les arrebató su dignidad y sus derechos humanos. En muchas empresas y oficinas de gobiernos empezarán a abrirse espacios para darle trabajo a los que vuelven. Ante dicho fenómeno, habrá quien se encadene a los escritorios, o haga marchas. El miedo a perder la chamba llegará a límites criminales. Nadie se hará de lado para dejarle su lugar a fulanos repatriados sólo porque hablan inglés de corridito. 

 

Folie á deux 

El tema de la realidad convertida en sátira de sí misma me recuerda el caso de un par de empleadas mediocres, con años de experiencia en encargos operativos menores. La suerte o la desgracia provocó cambios en las autoridades de dicha dependencia y ellas, asomadas al vacío que también las miró a ellas con atención, volcaron una en la otra sus anhelos de poder. En la psiquiatría este fenómeno se llama folie á deux, o locura de dos. Se trata de una especie de brote psicótico compartido. La posibilidad de crecer en el cargo, la visión de un horizonte cargado de oportunidades (como acostarse con el nuevo dirigente de la dependencia) acicateó y les cumplió el sueño de escalar a cargos muy alejados de sus capacidades. De pronto el poder llegaba a su vera, pero también el miedo. Y el miedo tiende a asfixiar y a volverse un monstruo de compañía. Así, cuando esas dos se dieron cuenta del peligro de quedarse sin nada (porque todo acaba y todo está sujeto al cambio) se disparó en ellas una especie de furia criminal. De pronto ya gritaban, maltrataban, robaban, imponían castigos a diestra y siniestra en un alarde de fuerza que pasaba por alto las leyes de la no violencia laboral y, claro, las que protegen el presupuesto de raterías. Y ahí, su locura las hizo creer en las bondades de su liderazgo. Las convenció de sus dotes administrativas, de su carisma y de lo deleznable que eran los demás. En la realidad sin ética y sin ley en que vivimos hoy, dos personas de mediana inteligencia, discriminadoras, incultas, ambiciosas y víctimas del síndrome de la locura compartida pueden beneficiarse del trabajo y las ideas de otros más capaces que ellas, instaladas en un tobogán de abusos sin represalias, amparadas por la bendita impunidad que nos otorgan las actuales coordenadas del mundo. Por supuesto, este es un caso que lamentablemente conozco de primera mano, pero aceptemos que también aplica a todas las dependencias que cambiarán este año de directivos y equipos. 

El fenómeno de la locura de dos surge en 1933 con el caso de las hermanas Papin, Christine y Léa, dos empleadas del servicio doméstico que asesinaron a su patrona y a la hija de ésta en circunstancias por demás crueles. El dramaturgo francés Jean Genet basó su obra Las criadas en este lamentable homicidio. Dichas hermanas destrozaron a sus víctimas de una manera nunca antes vista en la ciudad francesa de Le Mans. Su furia asesina pasó a la historia de las enfermedades mentales como un trastorno psicótico poco frecuente en el cual suele presentarse una paranoia extrema. Tan atractivo resulta este fenómeno que otras obras literarias y cinematográficas se han basado en casos reales ocurridos en el siglo XX (Criaturas celestiales, por ejemplo). Por su parte, la productora cinematográfica Warner Bros. Pictures lanzó en 2024 la segunda parte del Joker, personaje que une su sicopatía a la de una admiradora (Lady Gaga), con resultados trágicos. 

Pero esta realidad alterada y surrealista nos tiene preparada una folie á deux mucho más terrible de lo que podríamos imaginar. Donald Trump y Elon Musk han unido sus delirios de grandeza y sus paranoias para brindarle al mundo, en los últimos 89 segundos que, según el reloj cósmico faltan para la extinción de la tierra, un espectáculo de fuego y sangre a cargo de la inteligencia artificial. Quizá lo último que veamos en las pantallas antes del fin sea la sonrisa sardónica de Elon Musk y el copete anaranjado de Trump diciéndonos adiós desde algún remoto satélite artificial donde su locura de dos los hará flotar congelados por el resto de la eternidad.  

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