Carlos Chimal
Haberlo conocido fue una de las experiencias más emocionantes de mi vida. Si me hubieran propuesto cambiarla por un desayuno, digamos, con Mick Jagger, no habría dudado ni un instante. Tal vez con Bob Dylan flaquearía, pero no, por nada del mundo me hubiera perdido pasar una mañana con Max Ferdinand Perutz escuchando sus increíbles aventuras a lo largo de su agitada vida, luego del almuerzo.
Fue él quien abrió un campo cuyo propósito es explicar al mundo cómo es, cómo funciona el intersticio que existe entre el universo de los objetos macroscópicos y las entidades atómicas, esto es, el ámbito de las moléculas químicas de interés para la vida, disciplina híbrida que dio lugar a la genética molecular y a la moderna biotecnología. De hecho, la hiperciencia constituida por la biología molecular y la genética sigue enfrentando desafíos notables.
“Lo que queríamos era establecer vínculos coherentes, explicaciones a manera de puentes entre lo vivo y lo inerte, entre lo inorgánico y lo orgánico”, me dijo el ganador del Premio Nobel de Química en 1962, junto con sir John Kendrew, por haber descubierto la estructura molecular de la mioglobina y la hemoglobina, componentes esenciales en la sangre de los mamíferos.
No solo eso, ayudó a una generación de talentos a dilucidar la manera como lo físico se convierte en biológico. Si queremos apreciar su trascendencia, echemos un ojo al reino de la alquimia de nuestros días, capaz de transmutar ideas vagas y misterios insondables en verdades contundentes y razones de peso.
Max me recibió en su laboratorio del legendario Medical Research Council, en Cambridge, que se encuentra sobre la avenida Francis Crick. Fue él quien se empeñó en contratar al en aquel entonces joven Francis, a pesar de su carácter diletante y conflictivo.
Max tuvo el olfato para reconocer a los creativos, personas que sabían usar su imaginación, no importa cuán arduo fuera el camino para dominarla. Su talento mediador y su estatura intelectual fueron suficientes para conjugar genios, permitiéndoles dilucidar la estructura del ADN.
Sin su guía, habría pasado al menos otra generación antes de esclarecer los primeros enigmas, recovecos a fin de entender la geometría de la vida. Otra de sus grandes proezas fue romper barreras conceptuales entre la física, la química y la biología mediante la experimentación.
“Es como esquiar: solo tentando el terreno puedes saber si debes o no descender y cómo hacerlo”, aseguró.
Me contó que, como buen austriaco, era buen esquiador, pero resultó buenísimo, obteniendo a los 16 años de edad la copa austriaca juvenil. Vino de su país natal a Cambridge, Reino Unido, con el propósito de realizar una especialidad en el legendario laboratorio Henry Cavendish. Ahí estudió con uno los grandes físicos de la vieja guardia, J.D. Bernal, los fundamentos de la cristalografía, disciplina que tantas satisfacciones traería a quienes investigan en las ciencias de la vida y, por ende, a la humanidad, al abrir un campo inédito: el estudio de las proteínas cristalinas.
La vida de Max estuvo rodeada de cristales. Cuando era niño, al esquiar en los alpes austriacos; luego, cuando llevó a cabo sus estudios de posgrado y, como dije, consiguió ser aceptado como alumno por Bernal, lo cual le permitió aprender la casi insondable ciencia de la cristalografía; más tarde hizo amistad con otros apasionados de los cristales orientados al conocimiento de la vida, John Kendrew y Lawrence Bragg, pilares de estos nuevos meandros que estaban uniendo de manera sorprendente la biología, la física y la química. Cristales forever.
“Llevé a cabo una serie de investigaciones cristalográficas referidas al mecanismo que rige el desplazamiento de las masas de hielo de los glaciares”, me dijo. “Me interesé en conocer la estructura cristalina del hielo y de la nieve, y la manera en que se transforma ésta en hielo. Luego apliqué lo que aprendí a mis estudios sobre glaciares, descubriendo que los hielos avanzan más rápidamente en la superficie que en las zonas profundas, próximas a la cuenca”.
Me invitó a almorzar. Permaneció de pie. No podía sentarse normalmente debido a una vieja lesión provocada por el torpedo de un submarino nazi que alcanzó y hundió el barco cuando venía de regreso de Canadá a Inglaterra.
Nos reímos de buena gana cuando me platicó su mala suerte al estallar la Segunda Guerra Mundial.
“Yo, un austriaco y judío que profesaba el catolicismo, ¡imagínese!”
Junto con otros nacionales de países desde ese momento enemigos, fue enviado a Canadá, a fin de evitar que cayeran en la tentación de convertirse en espías. Sin embargo, los mismos británicos lo ayudaron a sacar a sus padres de Viena poco antes de la degollina nazi.
“Tal vez estaban enojados porque el Papa Pío XI había dado su apoyo a Franco durante la Guerra Civil española”, agregó Max, en tono de broma.
En medio de la paranoia de los primeros días fue confinado, junto con otros sospechosos de origen germano. Pero he ahí que algunos demostraron su valor para hacer frente al reacio y astuto enemigo. Fue así como Max se volvió consejero de Lord Mountbatten, célebre estratega militar cuyas argucias en el campo de batalla ayudaron a los Aliados a obtener victorias cruciales.
Max recuerda al bioquímico y naturalista de Cambridge, David Keilin, quien puso a su disposición su laboratorio, lo cual enriqueció la red de conocimiento que se estaba gestando. Gracias a esta amplia perspectiva mostró, junto con sus colaboradores, que la estructura de la hemoglobina podía esclarecerse si se comparaban dos o más patrones de difracción, uno procedente de la proteína pura y los restantes de la misma proteína, si bien con átomos más pesados que el hierro que forma parte de su estructura, digamos, con átomos de mercurio ligados a la proteína en determinadas posiciones.
Según me dijo Max, la estructura de la proteína le pareció tan compleja que pensó que solo se presentaba en los organismos superiores; años más tarde se demostró que también se encuentra en especies inferiores. Semejantes métodos de análisis que surgieron en el Medical Research Council de Cambridge, impulsados por él, permitieron el estudio de cientos de proteínas, ya sean enzimas, anticuerpos, inclusive cápsulas virales.
Luego del desayuno de esa mañana, brillante y húmeda, me habló de cómo un acto de coraje puede transformar tu vida, tu postura frente a los demás. Y ahí estaba yo, junto a aquel hombre afable, de diminuta y delgada figura, frente amplia, rostro alargado, recordando los días de Viena, invisible entre púberes orgullosos y maestros “gimnásticos”, cuya fe en que solamente se puede tener un intelecto íntegro dentro de un cuerpo perfecto era inquebrantable, hasta que venció a los favoritos en la carrera de esquí.
Entonces empezó a ser admirado (como años más tarde acontecería en el MRC), incluso adulado. No obstante, mantuvo la cabeza fría y dedicó todo su esfuerzo a enseñarnos maneras de escudriñar la intimidad de esa vasta galería de moléculas de interés para la vida e interpretar lo que hemos visto. Fue un genuino alquimista contemporáneo que perteneció a la Royal Society, fue nombrado Comandante del Imperio Británico y recibió la Orden al Mérito. Max falleció en Cambridge el 6 de febrero de 2002, a la edad de 87 años.