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jueves, diciembre 12, 2024

Artífices de la ciencia contemporánea

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Susan Greenfield  

La plasticidad de las neuronas 

 

Carlos Chimal 

 

Me encuentro con la baronesa Susan Greenfield en su oficina de la Royal Institution en Londres, la misma institución en donde los célebres Humphry Davy y Michael Faraday realizaron experimentos cruciales en ciencias físico–químicas. Ella es una destacada investigadora del desarrollo, plasticidad y decaimiento neuronal. Fue su directora durante doce años, promoviendo la comprensión pública de la ciencia en la sociedad y sus vínculos con las humanidades, según la tradición impuesta por el mismo Davy y continuada por Faraday. 

Su formación básica la condujo precisamente por el mundo de la historia, la literatura, la filosofía, pues como ha dicho ella, con el característico humor británico, “¿a qué joven de mi época podía interesarle los relatos abstrusos sobre la división celular, si existían las emocionantes narraciones históricas, literarias? Más tarde vino el descubrimiento de lo que significa hacer ciencia”. 

Ha creado un par de compañías dedicadas a explorar fármacos y terapias para enfrentar los males de Alzheimer y Parkinson, donde emplea mujeres y muchachos a los que es imprescindible darles una oportunidad de crecer. En la actualidad forma parte de la Cámara de los Lores gracias a sus méritos personales; de hecho, el título nobiliario le fue ofrecido luego de que aceptó formar parte del pequeño y selecto grupo de notables independientes de los partidos políticos británicos que cabildean y, a veces, consiguen llevar agua al molino del conocimiento científico. 

Su interés en las enfermedades neurodegenerativas es también personal, pues su madre sufrió por ello. Susan ha declarado en repetidas ocasiones que, hoy en día, vivimos hasta cierta edad con alguna calidad de vida, pero la inmensa mayoría experimenta, en promedio, unos diez años más de miseria y sufrimiento. Las personas deberían tener la posibilidad de despedirse en ese umbral. Ella ha empujado en la Cámara de los Lores de manera incansable, hasta que en fecha reciente sus cabildeos tuvieron éxito, ya que se declaró que en el Reino Unido será legal la muerte asistida. 

Colaboró con sir Colin Blakemore; juntos hicieron aportaciones fundamentales a fin de esclarecer lo que en realidad sucede cuando estamos conscientes, incluidos muchos animales. Según me dice ella, mediante el estudio de la visión en diversos organismos vivos, Blakemore sostenía que la corteza visual se transforma en respuesta a los estímulos del entorno.  

“El cerebro es maleable y se reorganiza por sí mismo según las circunstancias a las que se enfrente; de hecho, hay disparadores genéticos que deben de detonar en cierto tiempo”, afirma.  

Si, por ejemplo, en los primeros meses de vida a un organismo se le tapan los ojos, tendrá serios problemas con su visión el resto de su vida, aun cuando su sistema nervioso busque compensar dicha pérdida.  

Colin Blakemore, neurobiólogo británico.

No puede pasar inadvertido el acoso que durante la década de 1980 Blakemore y su familia sufrieron por parte de oscurantistas, azuzados por medios británicos sensacionalistas que distorsionaron de manera perversa sus investigaciones. Incluso su esposa estuvo a punto de suicidarse. De acuerdo a Susan, Blakemore estaba muy consciente del trato que debían recibir los animales en el laboratorio: digno y alejado de lo sanguinario que mentes canallas, oscurantistas, elucubran. 

Susan también ha colaborado con otro artífice de ciencia contemporánea, Rodolfo Llinás, quien dirigió durante años el departamento de Neurociencias de la Universidad de Nueva York. Durante nuestra conversación, plantea ella las siguientes preguntas respecto del asunto cerebro–mente y la conciencia: ¿Las ondas mentales son ondas cerebrales, o habita en cada una de nuestras máquinas nerviosas un ser inefable?  

Después de todo, ¿hay un fantasma en la ópera de nuestras cabezas? ¿La mente y el cuerpo pueden separarse? ¿O se trata tan solo de maneras que el cerebro ha encontrado para expresarse, sin tomarnos en cuenta? ¿La conciencia sucede ajena al tejido espacio-temporal en el que se halla inmerso el cerebro y sus ramificaciones nerviosas?  

No hace mucho Susan levantó ámpula entre el público británico al asegurar que el experimento mundial, descontrolado, de mirar toda una vida pantallas bidimensionales, evadiendo el mundo real tridimensional, puede traer consecuencias desastrosas entre los más jóvenes. Un dato aledaño es el incremento de problemas auditivos entre adolescentes que utilizan audífonos y asisten sin protección a fiestas con bocinas en alto volumen. “No me pongo en el papel de la tía aprehensiva, no sabemos qué puede suceder en un cerebro plástico”, asevera. 

¿Cuáles son las metáforas adecuadas para abordar el problema cerebro–mente? ¿Acaso el de la computadora (y su hardware y software), tal vez el de un teatro (y los personajes que se disputan el timón de la trama), quizá un telar encantado (y el homúnculo que lo manipula)? 

Susan expone su hipótesis, la cual hace alusión a la piedra de Rosetta o Rachid, en árabe. Se trata de un pequeño puerto en el extremo occidental del río Nilo, en el pasado muy activo. Allí, el oficial de ingenieros, Bouchard, descubrió en 1799, al inicio de la campaña napoleónica, una estela mientras laboraba en el fuerte de san Julián, muy cerca del puerto que, dos años más tarde, caería en manos de los británicos.  

La estela fue escrita en dos lenguas (antiguo egipcio y griego) y con tres grafías distintas (caracteres jeroglíficos; demóticos, una letra inclinada que agradaba a los nobles de entonces; y griegos). En 1814 Thomas Young y Champollion, entre 1821 y 1822, pudieron establecer un correlato a fin de descifrar los mensajes en apariencia irreconocibles. El texto es parte de un decreto expedido por Ptolomeo V Epifanio (205-180 ane). 

Así, a través de un lenguaje asequible, el griego (en el caso de la baronesa Greenfield, la química neuronal), se puede inferir el significado de un arcano, la escritura demótica y jeroglífica, esto es, la naturaleza del cerebro y la experiencia consciente que conlleva. Según su modelo concéntrico, afirma ella, grupos de neuronas forman ensambles transitorios.  

Le pregunto por qué lo califica de “concéntrico”.  

“Porque se asemeja a la caída de una piedra en el agua”, responde.  

Entre mayor es la excitación neuronal, más grande es la amplitud de onda desde un epicentro que parece corresponder a la profundidad de dicha experiencia consciente. La conciencia es, por tanto, una propiedad emergente de ensambles neuronales fugaces, cuya amplitud determinará el grado de conciencia experimentado.  

Piensa que estados típicos, como el despertar de la conciencia en algún momento, fetal o no; los sueños; el dolor y el miedo; la esquizofrenia; experiencias cercanas a la muerte, como un accidente de tránsito; o bien lo que se siente luego de ingerir drogas psicodélicas, en todos los casos el ensamble de neuronal es múltiple y armónico, pero no perenne.  

Cuando el estímulo cesa, las neuronas convocadas retornan a un estado de relativa calma y las ondas se desvanecen, como cuando el efecto de una piedra arrojada al agua termina. El ensamblaje finito de neuronas, según sea el estímulo, el grado de conectividad fisiológica de cada individuo, son producto de la plasticidad de los sistemas nerviosos, ya se trate de humanos o animales.  

La baronesa Greenfield se refiere a la obra Pygmalion, de George Bernard Shaw. Gracias al método de Higgins, la peladita que vende ramilletes florales a la salida del teatro consigue dominar el acento “educado” para engañar a la aristocracia londinense, pero no tiene la menor idea de lo que hoy se conoce como “políticamente correcto”, provocando escenas jocosas.  

¿Puede el cerebro de Eliza Dolittle, hija de un carbonero iletrado, adquirir el “programa” adecuado, sin tener conciencia de su significado? ¿Es posible que un animal hable de manera correcta, incluso si no sabe de qué está hablando? ¿Un animal, un feto, están conscientes? ¿En qué momento se produce el chispazo? 

Entusiasta a sus 75 años, Susan cree profundamente en el refrán clásico, según el cual, si llegas a amar tu trabajo, dejarás de trabajar. 

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