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martes, diciembre 3, 2024

Distopía materializada o la cotidianidad en la tercera década del segundo milenio

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Andrés Cota Hiriart* 

 

De un tiempo acá me invade la fuerte impresión de que cada día nos encontramos un poco más inmersos en nuestra propia saga de literatura distópica. O, como mínimo, nos adentramos paso a paso en una versión cada vez más delirante de ese futuro fallido que, hace apenas unas décadas, pertenecía al terreno de la ciencia ficción o de la novela especulativa ––y ya que estamos en ésas, de la clase de obras que al momento de conjurar sus profecías pintan un devenir que se antoja poco probable o demasiado fantasioso, cuando no llanamente descabellado–– y que, sin embargo, en la actualidad se ha materializado.  

Ni siquiera hace falta volver demasiado en el tiempo para probar el argumento. Basta pensar, por ejemplo, en el supuesto de haber leído a principios de este siglo la historia de un 2023, en el que los sindicatos de actores y escritores de Hollywood convocarían a una huelga masiva por, entre otras razones, el auge de la inteligencia artificial de tipo generativo y las consecuencias que esta tecnología amenazaría traer sobre el campo laboral de los involucrados.  

Aunque en ese hipotético 2002 de la lectura, tal libro nos habría resultado probablemente un tanto inverosímil ––por favor: ¿algoritmos poniendo en jaque a la mayor industria de producción audiovisual del planeta? ¿El cine y la televisión congelados debido a un procesador de texto superdotado?––, la realidad es que en los tiempos que corren no solo se trata de un panorama patente (con una huelga como la mentada extendiéndose durante meses y quebrando a productoras y grandes estudios), sino que ese procesador de texto (en realidad “Transformador generativo preentrenado” o GPT) es capaz de salir airoso, e inclusive con honores, del examen de grado de medicina, derecho, economía, ingeniería, y prácticamente la licenciatura o maestría en la que se desee ponerlo a prueba.  

Al igual que es perfectamente capaz de elaborar haikus al infinito, generar piezas solventes de ficción y noficción, escribir guiones de películas y series (como bien temen en Hollywood) y componer rancheras, boleros, recetas de cocina, artículos científicos y tesis académicas.  

La misma red neuronal, básicamente versátil para adivinar con gran efectividad la letra que sigue en una palabra y capaz de entablar, de esta manera, conversaciones sorprendentemente articuladas, que ha conseguido despertar polémicas (por medio de sus numerosas interacciones con periodistas, filósofos, analistas, etcétera) respecto de si nos encontramos ya frente a la máquina sintiente o, de no ser así, ¿cuándo?  

Porque, al tenor de las iteraciones exponencialmente más poderosas que sus predecesoras (vamos en chatGPT 4 y sus similares), parecería que esto no se trata tanto de una cuestión de posibilidad como de tiempo. Sin embargo, para fines del presente ensayo, no me voy a detener a alimentar dicha discusión, solo dejémoslo en que a la vuelta de las hojas podríamos llegar a que se les otorgue representación legal y que tengan lugar los primeros juicios en los que el banquillo de la defensa represente algoritmos y no a personas.  

Digamos que, si ya existe un robot humanoide con nacionalidad ––Sophia, a la que Arabia Saudita le concedió la nacionalidad en 2017––, no estamos lejos de que las inteligencias artificiales adquieran sus propios derechos. Por lo pronto, para alimentar la sensación distópica que mencionaba al principio, los principales actores en el medio tecnológico han firmado una moratoria en la que se comprometen a detener todo avance en el campo generativo durante seis meses, conforme se sopesan a fondo sus posibles consecuencias. Definitivamente, otro escenario como de novela de ciencia ficción del siglo XX. Me pregunto qué advertencias nos podrían dar Asimov o Philip K. Dick, de estar vivos en este momento.  

Pero el amanecer de la era del androide, por muy inquietante que pueda llegar a parecerle a quienes pronostican que el asunto acabará en Skynet o la Corporación Tyrel de Blade Runner (no necesariamente que lo secunde, pero de que estamos frente a un cambio profundo de la sociedad no hay duda), no se acerca ni tantito a lo verdaderamente cataclísmico que ocurre rutinariamente en esta era del humano (Antropoceno, Capitaloceno, Chthuluceno, Plantaciceno o como queramos nombrarle a nuestros tiempos).  

Una época marcada por la extinción masiva; sin ir más lejos, la sexta de tales proporciones en la historia planetaria, y que en esta ocasión no precisa de la intervención de un agente externo para desatar la debacle, como el choque de un meteorito, pues en el caso que atravesamos la fuerza destructora proviene desde adentro y se debe, no a la furia volcánica como en ocasiones anteriores, sino a los embates cotidianos de una tropa bullente de monos parlantes e infatigables, siempre sedientos de más combustibles y de energía eléctrica, adoradores del plástico y de la carne roja, propagadores de monocultivos a mansalva y que, empoderados por la certidumbre de saberse hijos de dioses que ellos mismos inventaron, se sienten con derecho a sacarle partido a todo lo que les rodea.  

Ya sea mineral, animal, planta, hongo o ecosistema completo, si puede sacársele algún tipo de interés mercantil, los monos parlantes lo exprimirán hasta agotarlo.  

«No es lo duro sino lo tupido», podría clamar el eslogan de la relación que entablamos, como masa rebosante constituida por ocho mil millones de bocas hambrientas, con el entorno. Como humedad que avanza gota a gota sobre la pared hasta desmoronarla, el desgaste acumulativo que generamos a nuestro paso ha ocasionado que en la actualidad la Lista Roja de UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) reporte unas 42 mil especies en peligro de desvanecerse para siempre de la faz de la Tierra.  

Cuarenta y dos mil clases diferentes de organismos (algo así como si cada persona que ocupó un lugar durante un partido de futbol en el estadio del último mundial, celebrado en Qatar, representara un tipo de ser vivo único e irrepetible al borde de la desaparición). 42 mil especies, un cuarto de todas las que han sido evaluadas hasta este momento por la organización referida. Y lo anterior, sin tomar en cuenta a los insectos, que si metiéramos en la ecuación, elevarían la cifra a medio millón de grupos taxonómicos que probablemente no llegarán a ver la segunda mitad del siglo que corre.   

Efectivamente, aunque se trate de un fenómeno que para muchos ciudadanos todavía pasa inadvertido, lo cierto es que los que más negras se las están viendo en los albores de esta debacle ambiental en ciernes son precisamente los más pequeños del grupo de la fauna. Estamos hablando de trillones de especímenes que están esfumándose del paisaje a un ritmo desenfrenado, tantos que se estima que casi la mitad de las poblaciones de todos los insectos conocidos están experimentando una declinación global.  

Cuestión realmente alarmante, ya que representan la base del sistema, el primer eslabón del que pendemos todos los demás. Sin ahondar demasiado, son los polinizadores directos del 80% de las plantas con flor, los descomponedores principales de cadáveres y excretas, y el alimento base de toda la red trófica terrestre. En suma, no se requiere contar con un grado en biología o con una imaginación remarcable para plantearse lo que esto traerá consigo para la ecología en el sentido más amplio posible. Un efecto dominó, eso es lo que se avecina. Una catarata de afecciones ambientales sumamente drásticas que registrará efectos, o mejor dicho: ya lo está haciendo, en cada uno de los niveles bióticos concebibles.  

Y, desde luego, que el desvanecimiento masivo de invertebrados no es el único en desarrollo. Si alternamos el enfoque a aquellos animales que poseen columna vertebral, podríamos citar el caso de los anfibios, los cuales están colapsando a nivel mundial gracias a un par de pandemias fúngicas causadas por quitridios (en buena medida diseminados por las actividades humanas).  

Decenas de especies de ranas y salamandras ya son únicamente materia de los museos, y se vaticina que decenas, sino es que cientos más, podrían desaparecer durante las próximas décadas. Nos encontramos ante un franco proceso de defaunación del entorno, que por supuesto también afecta a reptiles, mamíferos, aves, criaturas acuáticas y marinas por igual. Sumemos a esto el desbarajuste generalizado de las temperaturas que hemos puesto en marcha ––el desastre climatológico que año con año demuestra que las proyecciones del pasado, si acaso, se habían quedado cortas––, y obtendremos el sustento del argumento que intento exponer aquí.  

A lo mejor la cicatriz del huracán Otis ––que castigó las costas de Guerrero recientemente con una tempestad categoría cinco, la primera de su tipo en tocar tierra en litorales del Pacífico y estrechamente relacionada con las altas temperaturas de la superficie marina–– ocupa hoy por hoy los titulares. Pero antes lo hicieron las inundaciones sin precedentes del último verano (y con miles de defunciones a su cuenta) en Libia, Turquía, Grecia, España, China, Hong Kong, Brasil y Estados Unidos, y ni qué decir de los incendios desaforados en Canadá, Rusia, California, Grecia, Australia, y demás regiones consumidas por las llamas.  

Nos estamos adentrando en terrenos del incógnito para nuestros modelos predictivos. Una hecatombe palpable que, con cada vuelta nueva del calendario, irá tornando aquellos escenarios temidos en el antaño, en cosa de todos los días.  

“La era del calentamiento global ha terminado, empieza la era de la ebullición global”, declaró hace unos meses el secretario general de la ONU, António Guterres. Y es que realmente se necesita ser muy cínico para seguir negando el alza trepidante de la temperatura cuando este seis y siete de julio pasados nos cimbró esa doble efeméride consecutiva de los días más calurosos registrados en la historia (17.23 y 17.2 grados Celsius respectivamente).  

Récord que, en conjunto con el resto de los primeros veinte días de julio, se perfilan como la ola de calor más intensa de los últimos cien mil años. Tomando eso en cuenta no sorprende que este invierno austral esté resultando tan preocupante, con una Antártida reducida a su mínimo concebible, pues por primera vez la cobertura hielo no ha alcanzado a recuperar su superficie característica durante los meses fríos, lo cual podría sugerir que quizás ya nunca volverá a hacerlo.  

Mientras tanto, gobiernos y empresas trasnacionales siguen con su Business as usual, desperdiciando el tiempo valioso de reacción en inútiles cumbres mundiales de simulación (las COP, Conferencia de las partes, que edición tras edición se deforman de manera más grotesca, la delegación de cabilderos de los hidrocarburos superando ya a la de cualquier otra nación y cuya siguiente cita a celebrarse en unas semanas será ni más ni menos que en Dubái).  

Nos enfrascamos en discusiones bizantinas respecto de si 1, 1.5 o 2 grados de aumento de la temperatura son tolerables, al tiempo que movemos constantemente la meta para evitarlo y comprobamos que los compromisos establecidos son de papel. Por si no fuese suficiente, a la par de que el planeta se cocina literalmente en su jugo y la biodiversidad mundial colapsa, las guerras siguen brotando por doquier.  

Viejas rencillas vuelven a aflorar, guerras santas y económicas, que en cualquier momento amagan con escalar a un conflicto nuclear. Visto de esta manera no resulta sorprendente la moción de librerías anglosajonas de trasladar los títulos denominados como «postapocalípticos» a la sección de Current Affairs.    

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