El de los misioneros jesuitas de la Tarahumara fue un crimen atroz.
Injustificable.
Salvaje.
Despiadado.
Brutal.
Cruel.
Irracional, como todos los crímenes.
Por supuesto que el asesinato del guía de turistas, quien llegó pidiendo auxilio hasta la iglesia de Cerocahui, también lo fue.
Pero lástima que haya sido contra dos ancianos curas que dedicaron su vida al amor al prójimo.
Que se entregaron a la comunidad.
Que siempre, hasta su último respiro, se sacrificaron.
Que vivieron para los demás.
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El escritor Roberto Saviano, en su libro CeroCeroCero, una radiografía del narcotráfico en el mundo, con capital en México, explica lo que muchos no somos capaces de entender: la saña con la que actúan algunos de los capos y sus discípulos.
“La crueldad es esencial para conservar el poder. Sin crueldad puedes parecer débil y los adversarios se aprovechan de ello. Es como con los perros. El que ladra más fuerte se convierte en el macho dominante”.
El drama mayor es que el país se pobló de perros sedientos de sangre desde hace casi dos décadas y se disputan todavía el liderazgo de la jauría.
Lo hacen, desde 2018, sin que prácticamente nadie los contenga y menos enfrente.
Están sueltos, rabiosos.
Lo saben.
Y por eso atacan.
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México, vuelvo a Saviano, “es el origen de todo. El mundo en el que ahora respiramos es China, es la India, pero es también México. Quien no conoce México no puede entender hoy cómo funciona la riqueza en este planeta. Quien ignora a México no entenderá nunca el destino de las democracias transfiguradas por los flujos del narcotráfico. Quien ignora a México no encuentra el camino que distingue el olor del dinero, no sabe cómo el olor del dinero criminal puede convertirse en un olor ganador que poco tiene que ver con el tufo de muerte, miseria, barbarie, corrupción”.
Saviano retrata al país como fue apenas hace unos años y como lo es hoy: “Los nostálgicos de la revolución refugiados en América Latina o envejecidos en Europa ven a México como quien encuentra a una vieja amante ya acomodada con un hombre rico y la ve infeliz, mientras recuerda que cuando era pobre y joven se le ofrecía con una pasión que quien la ha comprado casándose con ella no tendrá nunca.
“El resto de los observadores simplemente ven lo que parece un lugar de violencia terrible, una perenne y oscura guerra civil, la enésima de una tierra que no para nunca de sangrar.
“Pero México repite también una historia consabida, una historia de guerra que se extiende porque los señores (de la droga) son fuertes y el poder que debería dominarlos está podrido o es débil”.
Duele esa imagen. Duele porque Saviano acierta.
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Siempre oí hablar de él.
Era un tema recurrente cuando en casa se hablaba de sacrificio, de entrega absoluta, de desprendimiento, del desapego necesario de lo material, de lo irrelevante, lo que es fácilmente remplazable, de lo prescindible.
Jaime Arias era el ejemplo siempre.
Era uno de esos jesuitas con profundas raíces en Puebla pero que dejó todo por servir a los débiles, a los más pequeños y humildes de todos.
Se fue a la misión en la Tarahumara donde compartió dolores, angustias, tristezas. La desesperanza. La pobreza del alma. Lo hizo siempre al lado de Javier Campos y Joaquín Mora, los dos jesuitas asesinados el lunes pasado.
Porque en la Sierra de Coahuila, en donde no había nada, tampoco estaba Dios.
Esa era la misión de los jesuitas en Coahuila desde hace más de 100 años.
Presentárselos.
Sin imponer nunca nada.
Vivir juntos la pobreza y la esperanza por alcanzar la dignidad humana.
El respeto y el amor al prójimo.
A vivir en comunidad, en compañía, a que nadie se sintiera abandonado en una tierra abandonada.
Dos veces, con una distancia de 10 años, Jaime Arias se sentó en la mesa de casa para compartirnos apenas unas postales de su vida en la Tarahumara.
Las dos veces que lo vi llevaba la misma ropa puesta. Su camisa de cuadros, su pantalón gris y un desgastado suéter verde botella. Usaba huaraches.
Así de austero era. Vivía como Rarámuri. Nos contaba que era un pueblo cargado de temor, de miedo. Que su vida era un sacrificio permanente, de trabajo, de lucha, de incomprensión.
De ello estaba cargada su misión. De desconfianza. Pero no nos los decía, a quienes estábamos sentados en la misma mesa, como reproche, con desánimo ni desconsuelo, sino como reto y esperanza.
La larga barba de Arias cada vez era más blanca. Estaba ya casi calvo. Su voz era gruesa pero dulce. Sus ojos enormes, brillantísimos, se iluminaban cuando nos decía que la dignidad del ser humano debe ser el centro de todo y de todos.
Que algún día las cosas mejorarían.
Al padre Arias ya no le tocó vivir el asesinato de Joaquín Mora y Javier Campos. Una mortal enfermedad los separó antes.
Estoy seguro que Arias, como Mora y Campos, no habría dudado en salir en auxilio de Pedro Palma, el guía de turistas que intentaba escapar de la muerte.
Y, como ellos, ofrecer su vida en sacrificio ante un perro rabioso dispuesto incluso a matar a Dios.