La masacre ocurrida hace casi una semana en un colegio de educación elemental en Uvalde, un pequeño poblado de Texas cercano a México, conmocionó a todo el mundo.
Pero más a los mexicanos.
¿Por qué?
Por eso, porque 19 de las 21 víctimas eran niños.
Pero también porque esos niños eran un pedacito, un trocito de México, de todos nosotros.
Estaban lejos de su tierra, pero ésta, la nuestra, también era suya.
De aquí salieron sus abuelos y sus padres para tener un futuro, una vida mejor.
“Entre las víctimas de la masacre en Texas no hay mexicanos”, dijo categórico el jueves pasado Marcelo Ebrard Causabón, el canciller.
¿En serio?
De los 19 niños asesinados al menos 17 eran de origen mexicano.
Eran entonces mexicanos.
Como sus abuelos, sus padres, sus tíos y primos.
Como sus nombres.
Y sus corazones.
Eran mexicanos, aunque nacieran fuera de México.
También Salvador Ramos, el asesino.
Y los padres y abuelos del asesino.
Pero para el canciller, suerte que tenemos, la matanza ocurrida en la primaria texana no se cobró ninguna víctima mexicana.
Se entiende, Ebrard Casaubón cuando no está distraído por burlar su responsabilidad en la construcción de la Línea 12 del Metro de la Ciudad de México, está comprando pipas en Estados Unidos para evitar el desabasto de gasolina provocado por los huachicoleros, o buscando desesperadamente mascarillas, guantes y el equipo mínimo necesario para enfrentar la pandemia asesina de este siglo, o enfrentando a los fabricantes de armas en Estados Unidos, o tratando de justificar un desaire de su jefe al presidente más poderoso del mundo, o metido de lleno en su campaña como corcholata destapada para el próximo sexenio.
¿Hace mal Ebrard en encarar y enfrentarse legalmente a los fabricantes de armas en Estados Unidos?
Claro que no.
Porque la mayoría de las armas que utiliza la delincuencia organizada en México provienen justamente de Estados Unidos, donde la compra-venta de armas es algo más sencillo que ir a un miércoles de plaza.
Pero también porque sabe que siempre será mejor culpar a Estados Unidos por venderle armas a los criminales que operan en nuestro territorio que admitir que esas armas se cuelan por nuestras fronteras y aduanas.
Ellos las venden o envían y nosotros las dejamos pasar.
Es mejor decir que los responsables son ellos que reconocer que Horacio Duarte Olivares, el encargado de todas las aduanas del país, también está distraído de sus tareas.
Que el titular de la Agencia Nacional de Aduanas de México es hoy uno de los ideólogos del proyecto de Reforma Electoral que impulsa en el presidente de la República y que a eso dedica su tiempo. No a cuidar si pistolas o rifles de asalto entran o no al país.
Tampoco si esas pistolas o rifles de asalto sirven o no para matar mexicanos.
Lo dijo Cicerón: cuando las leyes callan las armas hablan.
***
“Es hora de morir”.
Esa fue la sentencia que Salvador Ramos, de 18 años, le soltó a dos profesoras del colegio Roob de Uvalde, Texas.
Estaba decidido.
Por eso enfrentó primero a su abuela, a la que le disparó en la cara, y luego se dirigió al que fue su colegio.
Era hora de morir.
Para los 19 niños a los que encontró y para las profesoras.
Nada lo detuvo.
Ni siquiera saber que estaba rodeado por más de 80 policías de la Patrulla Fronteriza; por la policía local y por el comando especial SWAT que se incorporó al final.
Apenas el viernes pasado, Steven McCraw, director del Departamento de Seguridad Pública de Texas, reconoció que la policía equivocó su actuación el martes de la semana pasada en la primaria de Uvalde.
Los familiares de las víctimas cuestionaron desde el principio la versión oficial calificada por Greg Abbott, el gobernador texano, como “una respuesta rápida” que evitó más muertes.
La policía reconoció el vienes que el agresor, Salvador Ramos, estuvo más de una hora dentro del colegio mientras los policías aguardaban fuera a que llegara un equipo especial y contenían a los padres de familia.
Hoy se sabe que al menos seis niños llamaron al 911 para describir lo que ocurría en su salón de clases y para pedir auxilio.
Seis niños que sí entendieron la gravedad del asunto.
Como también lo entendieron desde el primer momento los padres que llegaron a las puertas del colegio y a quienes la policía les impidió el paso.
Videos en las redes sociales muestran a padres de familia enfrentando a los policías que acordonaban el lugar.
–¿Si saben que son niños pequeños, verdad, que no se saben defender a sí mismos y menos de un tirador? –les preguntaba uno de ellos a los uniformados.
–Sáquenlos de ahí, maldita sea –se escuchó el reclamo de una madre.
Cada segundo era una vida.
McCraw reconoció que se perdió un tiempo precioso esperando a las fuerzas especiales y manejando la situación del modo en que lo hizo. “Fue una decisión errónea no tirar abajo la puerta del salón en el que se encontraba atrincherado el agresor desde el principio”.
El autor de la masacre se había encerrado con llave en uno de los salones mientras 19 policías esperaron una hora en el pasillo para abatirlo apenas cruzara la puerta.
Veintiún muertos y 17 niños heridos después, Salvador Ramos, abrió la puerta e hirió a tres oficiales antes de morir.
Por suerte, el canciller nos libró del dolor: “No hay víctimas mexicanas”.
Nada qué reclamarle a las autoridades texanas de nuestra parte.
Qué alivio.
Los nuestros, porque los sabemos nuestros, se las arreglarán como saben hacerlo: solitos.