Estamos en una fiesta en los otros condominios. Tercer piso, departamento de quién sabe quién. Antes iba seguido a ver a Leticia, una adolescente que se movía excesivamente. El movimiento de la cadera, tengo que decirlo, no correspondía a su edad ni a su estatura. Era el sueño de varios adolescentes que la rondábamos con una estupidez brutal a cuestas. Con ella —que tenía una voz pretendidamente sensual— teníamos diálogos como éstos:
—Hola, Lety, ¿cómo estás?
—Bien, mi queriiido Mario. ¿Y tuuú?
(Un sudor extraño acompañaba la escena. Sudor en la espalda, gota de sudor resbalando por la pierna izquierda, gota detenida en la pierna derecha).
—Bien gracias.
Hasta aquí llegaba el diálogo. Leticia se aburría pronto de esas conversaciones estúpidas y se despedía moviendo la cadera, cosa que a los de nuestra edad nos generaba poluciones nocturnas. Ya volveré a ella en otra entrega.
Regreso al principio. Estamos en una fiesta en los otros condominios. Tercer piso, departamento de quién sabe quién. Hay bullicio, vodka Oso Negro y muchas espinillas repartidas en los rostros de los asistentes. Hay, también, música de los Bee Gees.
Ante un aburrimiento prematuro, me asomo a la ventana y miro a Vicky, la de los Jugos, caminando a su edificio. Me ve, la veo, y la invito a la fiesta a gritos. Me dice que sí, que claro, que baje por ella. Vicky, la de los jugos, es una adolescente brutalmente sensual.
Más que Leticia. “Donde hay carne hay fiesta”, me dirá una gran amiga muchos años después. Y vaya que había carne. Al bajar me esperaba metida en una microfalda. La saludé nervioso. Nunca nos habíamos hablado. Subimos. Una vez dentro, siendo la única mujer, todos quisieron jugar al juego de la botella, que implicaba Semana Inglesa con Vicky, la de los jugos.
(Su apodo tenía que ver con un negocio de jugos y licuados que ella y su hermana Leonor tenían casi frente al Mercado de Jamaica).
Mientras organizaban el juego, Vicky y yo entramos en calor. Como la música estaba a todo lo alto, le susurré al oído alguna idiotez. Ella me frotó la mano. A los treinta segundos nos empezamos a besar. Fue un beso largo, deseado, inédito. Todos querían estar alguna vez con Vicky, la de los jugos, y nadie había tenido éxito. Yo que nada esperaba, recibí todo.
Al final de la fiesta, bajé a dejarla. Nos fuimos besando en cada escalón, pero al llegar al último estaba su mamá con una cara y un grito de pocos, muy pocos, amigos. La jaló de un brazo y se la llevó.
Días después, una amiga suya me fue a ver al departamento de mis padres. Le decían La Pato. Entró a la sala, se puso en la pared y me dijo al oído que tenía un recado de Vicky:
“Dice que todo estuvo muy rico, pero que su novio es muy celoso y ya le dio el anillo. Que por favor no la busques”.
Dejé de pasar por el negocio de jugos y licuados. Dejé de verla cada vez que pasaba por el condominio. También dejé de comer por la tristeza. Al poco tiempo, Vicky se casó, se embarazó y todo lo que sucede cuando alguien entra en uno de los círculos del Infierno.
Nunca la volví a ver una vez que me mudé.