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viernes, diciembre 20, 2024

Las ferias de libros y su impacto en los lectores

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Un breve ejercicio de reflexión nos lleva a valorar lo que las ferias de libros aportan a los lectores, habida cuenta de que el bajo índice de los mismos en México en comparación con los países europeos es muy encomiable resaltar esas importantes actividades que las distintas editoriales realizan en todo nuestro país. Las hay en Guanajuato, Nuevo León, Sinaloa, Puebla, la Ciudad de México, en el zócalo, en Palacio de Minería, en el Instituto Politécnico Nacional y la emblemática, y tal vez la más representativa, en la ciudad de Guadalajara, la feria internacional del libro FIL. A ellas acuden autores nacionales e internacionales, sin duda es un escaparate para presentar su más reciente material literario que los consolida por los espacios literarios. 

En algunos municipios -muy pocos, por cierto- se llevan a cabo estas ferias, desde luego sin la connotación descrita, que, sin embargo, son un acercamiento al público lector y una oferta para los jóvenes y adultos. 

A este escribano le tocó cerrar un ciclo de lecturas que a invitación de los organizadores de la feria hicieron a los integrantes del taller literario Xicotepec. 

Varios días antes de la celebración antes dicha que concluyó el domingo 15 de diciembre en el centro histórico, resaltó la escritura del finado Franco López Gayosso, que participó en la antología Entre la voz y la niebla, antología de cuento y poesía del mencionado taller. Impresa en 2007. En la publicación hacía alusión de que en la primera lectura pública leería al citado escritor. 

Me permití leer un texto y su hija Karla, quien a decir de su mamá ha heredado este difícil arte de la escritura, leyó lo siguiente: 

 

KILOMETRO 42 

Viajar en camión de segunda clase desde la sierra norte del estado de Puebla y particularmente de Xicotepc de Juárez hacia la capital del estado, resulta una odisea digna de relatar como las mejores hazañas de Marco Polo. Para los serranos de esta región, y gracias a la burocracia del sistema, tenemos que ir hacia allá de manera casi obligada por cualquier asunto por mínimo que este sea. En uno de estos tantos viajes sucedió algo que marcó para siempre mi vida. 

Todo aparentaba ser un viaje normal. De haber sido que para empezar llegué cinco minutos tarde a la salida del autobús de primera clase; así que no teniendo más alternativa tomé el emergente de segunda. 

Después de un retraso de una hora y media, por fin logré salir hacia una aventura poco imaginada. Durante las cinco horas que duró el trayecto tuve que soportar una serie de contingencias. Empezando por un sinfín de paradas que realizó el camión, la pinchadura de un neumático, el llanto permanente de un pequeño y el olor de la caca de un pañal cada vez que lo cambiaban en el asiento contiguo y como si algo le faltara a este viaje, el toque que le ponía la música tropical con un alto volumen. 

Ya en la ciudad de Puebla, me dirigí inmediatamente a la Secretaría de Finanzas, donde me autorizarían el préstamo para mi primer departamento. Conforme pasaba el tiempo, el asunto que me trajo salía a pedir de boca, claro que no sin antes enfrentar a unos cuantos burócratas ansiosos de darle una mordida a mi cartera. 

El regreso fue más cómodo. Tuve la fortuna de encontrar boleto en la línea deseada, y el problema en cuestión se había solucionado, viajaba cansado por el trayecto, pero contento por llevar un departamento de soltero bajo el brazo. Todo parecía rayar en la perfección, los televisores del autobús proyectaron una película bastante mala, lo cual me sirvió para tomar un reconfortante sueño de más de dos horas y media, y hubiera continuado así, de no haber sido que en el kilómetro cuarenta y dos, un automóvil por una mala maniobra cayó a un precipicio de más de treinta metros de profundidad. Esto nos obligó a detenernos por más de cuatro horas, debido a que las grúas hacían maniobras peligrosas para poder rescatar al ocupante del auto volcado. 

Tiempo en el cual la mayoría de los pasajeros varados en este accidente les despertó el morbo de bajar a ver la profundidad del abismo, la situación del automóvil y si aún estaba vivo el ocupante de éste. 

Por mi parte, y aburrido, trataba de tener paciencia leyendo a ratos un periódico. Pasaron dos o tres horas y mi paciencia estaba llegando a su límite, y a que el maldito automóvil no podían sacarlo del barranco y yo con las nalgas más rojas que el culo de un mandril. Maldiciendo a cada segundo al automovilista por idiota y esperando que estúpidos como él se precipiten en acantilados sin fondo para que no interrumpan la circulación en las autopistas, así entre menos mediocres más fluidez en las carreteras. Los gritos desesperados de los socorristas solicitando entre la gente a un médico internista ya que las lesiones eran graves y por lo tanto su atención debería ser inmediata, confieso que estuvieron a punto de hacerme bajar del autobús a ayudar a ese pobre imbécil y cumplir mi juramento de Hipócrates. Pero el solo hecho de pensar que por culpa de él perdí cosas importantes, por estar esperando gracias a su incompetencia en carreteras, me clavaron nuevamente en mi asiento. 

Por fin, después de cuatro horas y media el altavoz de la patrulla de caminos avisaba que darían paso por un solo carril. Ya no importaba. Posteriormente a este calvario vial, llegaría a mi casa a descansar, a tomar una ducha de agua caliente y un buen trago de cerveza. Mientras el pobre infeliz se iba al infierno por interrumpir el camino de gente ocupada como yo. 

Al llegar a casa dejé que el agua caliente de la tina hiciera su trabajo sobre mi cuerpo estresado, mientras escuchaba la contestadora por si había un mensaje importante. Grande fue mi sorpresa cuando escuché la voz agitada de mi madre, con un mensaje que decía que en cuanto llegara me comunicara inmediatamente con ella, porque mi padre había sufrido un accidente el kilómetro cuarenta y dos. 

Pfff. Que cierre. 

P. D. agradecimiento profundo a la familia de Franco, qepd.

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