Tuve un sueño. Una pesadilla. El clima era cálido y el salón enorme, gracias a las ventanas de herrería negra, el salón estaba bien iluminado; había unas paletas metálicas grises dispuestas en tres hileras, paredes verde menta y un pintarrón blanco de lado a lado de la pared. Un salón digno de una secundaria pública.
Estábamos Alberto y yo cara a cara, maldije mi puntualidad, siempre la primera en llegar a las reuniones, a las citas médicas -antes incluso que la propia doctora-, diez o quince minutos antes de cualquier trámite burocrático y la primera, ahora, de seis alumnos en llegar a la clase de narrativa de la residencia “Under the Volcano” en Tepoztlán.
El maestro me extendió la mano con una sonrisa amigable. Me detuve en sus ojos y noté que sus ojeras no eran tan pronunciadas como en las fotos que circulan en las redes sociales, quizás sea la mala iluminación o las micas fotocromáticas de los lentes de pasta negra lo que proyectan cierta profundidad en su mirada que me recuerda a una versión de Drácula mexicano de los años treinta.
– Hola, Mónica, bienvenida – me dijo recargado en una mesa que hasta ahora no había notado.
Vestía de negro, sí, mi subconsciente lo ha capturado así, siempre de negro y acompañado de su pareja y también escritora y ensayista, Raquel Castro, ¿dónde estaba Raquel en mi sueño?
– Gracias -respondí con esa sonrisa particular que tengo de enseñar todos los dientes cuando me siento dichosa.
– Dime, ¿qué has leído de mí?
La sonrisa se borró de mi rostro al instante y, en cambio, mis ojos se abrieron como una respuesta fisiológica ante el miedo. Él lo supo, yo lo sabía, los dos supimos que lo supimos.
No había leído nada de él, salvo un manual de escritura que alguna vez hojeé y sus posts en Instagram anunciando su presencia en eventos escriturales.
– Y ¿cómo sabes a lo vienes si no sabes de lo que va? – el maestro entornó los ojos y sonrió maliciosamente.
La boca de mi estómago recibió la primera estocada, la sentí tan honda que llevé mis manos a ella intentando presionar con fuerza para no desangrarme. Mis compañeros aparecieron en escena cual estampida, no eran cinco, eran cientos de ellos buscando acercarse al maestro. Sentí sus ojos fríos sobre mi espalda como dagas que terminaron por herirme de muerte.
Me aparté del escritor toluqueño con el cuerpo dolorido y el corazón avergonzado. Sentí que lo había perdido todo, las visualizaciones de Joe Dispenza que aprendí en Tiktok para cambiar la realidad se fueron a la basura en ¿cuánto?, ¿dos minutos?
Desperté con el corazón acelerado, la ansiedad me subió por los pies, se atoró en la boca del estómago herido y me estalló en la cara produciendo un calosfrío muy parecido cuando el maestro de Química me descubrió copiando en el examen bimestral.
Mónica, aún tienes tiempo de leer a Alberto Chimal antes de Tepoztlán, me dije en tono autoritario.
Días después, viajé a Puebla y aproveché para comprar Manos de Lumbre (Páginas de Espuma, 2018), el chico entusiasta de Librerías Gandhi me sugirió también uno de Raquel, “ya ve que luego los escritores casados terminan pareciéndose” y extendió ante mí Playlist (Sb, 2023).
Le dije que sí.
El chico entusiasta y excelente vendedor no supo de mi pesadilla, mucho menos de que estoy a tres semanas de sentarme -espero que no sea en una paleta metálica y paredes color menta- a tomar un par de clases con uno de los máximos autores de la literatura en la actualidad y entre cuyos galardones destacan el Premio Nacional de Cuento en 2002 y Premio de Narrativa Colima en 2014, otorgado por el Instituto Nacional de Bellas Artes.