Cambio y mutabilidad son asuntos que las matemáticas han considerado desde hace siglos. Han sido también factor de cambio y rechazo, de ruptura y revolución, de involución e incertidumbre en el desarrollo de la pintura y las artes visuales en general. Ejemplo de ello es el escándalo surgido a raíz de la reciente adquisición millonaria de un exabrupto conceptual (aunque esto es una redundancia, pues todo arte conceptual es un exabrupto pequeño–burgués) creado por el artista del absurdo, Maurizio Cattelan.
Un plátano pegado mediante cinta adhesiva a una pared con el título de Comedian (2019) fue valorado como obra de arte efímera por un magnate de las criptomonedas de origen chino. Preguntas serias, paradojas abiertas: Al cabo de estos años, ¿se trata del mismo plátano? Si un fruto de esta especie dura unos ocho días antes de volverse poco apetitoso y otros tantos en pudrirse y secarse, ¿cuántos plátanos ha usado Cattelan en su propósito? ¿Qué número de plátano en la pared se habrá comido el magnate? ¿La obra es más artística si el plátano está verde o cuando ha madurado?
En un acto de sublime remordimiento, el susodicho capitalista ganador de la subasta decidió lavar su conciencia regalando 25 mil dólares al frutero callejero de Brooklyn, puesto donde Cattelan adquirió cuatro bananas por un dólar. Migajas al menudeo en el teatro de lo absurdo.
Los seres humanos somos aquel mandril inteligente que solía soplar un fagot y se decía a sí mismo: “No tengo dudas de que dentro de unos cuantos millones de años lograré sacar una tonada”. No ha sido necesario esperar tanto tiempo. De hecho, algunos artistas del pasado, genuinamente absurdistas, han conseguido mejores pinceladas, los poetas de lo insensato, versos más atendibles; y los músicos, gloriosas tonadas.
A partir de los impresionistas, el azar y la probabilidad formaron un binomio más fuerte que el de la certidumbre y la realidad, característico del arte renacentista y sus postrimerías clasicista, realista, romántica y, hoy en día, absurda. Siempre podemos estar seguros de que si lanzamos una moneda al aire, ésta caerá. Pero no sabemos de qué lado lo hará porque la probabilidad de que nuestras predicciones fallen es de 1⁄2.
Siempre podemos creer que un plátano adherido a una pared nos llevará a una epifanía estética, apostando en qué momento terminará por pudrirse, pero siempre estaremos seguros solo de la mitad de nuestras conjeturas. Las artes visuales han sido confundidas con la vida misma porque la mayoría de nuestras creencias son inciertas. Hoy estamos convencidos de que un plátano pegado a una pared es una sublime y valiosa obra de arte, y mañana ya no estaremos tan seguros. Al fin y al cabo, todo es una gran broma.
Nuestros gustos estéticos fluctúan entre lo muy inseguro y lo factible, de manera que los adaptamos a nuestro humor del día, cuando el Sol es apenas un destello en la oscuridad de la noche. Hay quienes admiran La tentación de San Antonio (1500), de Jeronimus o Hieronymus Bosch, el Bosco, mientras que a otras personas les aterra o simplemente la aborrecen. En la década de 1960 sus reproducciones eran una buena manera de volver loco a alguien, no importa si había ingerido LSD o no.
La obra entera del pintor flamenco ha sido calificada como antecedente del surrealismo, si bien es más austera y directa. Se sabe que el Bosco pintaba sin muchos retoques, a la primera pincelada; su interés por los organismos monstruosos al acecho de la supuesta vulnerabilidad de un monje que medita nos remite al espíritu de la ciencia. No podemos perder la concentración, no debemos asustarnos ni recular, por más insólita y hostil que se presente la realidad en la que estamos inmersos. Incluida la del arte absurdo y el capitalismo desquiciado.
Se ha dicho que la herramienta matemática más cercana a la pintura y, en general, a las artes visuales es la geometría, pero en este cruce de paralelismos encontramos que el cálculo también ha desempeñado un papel crucial. Lo es en la encriptación de datos y valores monetarios. Y en el proceso de invención de teorías físicas este utensilio matemático es algo más que el cemento que une los diversos elementos de la estructura teórica.
Antes de que Newton y Leibniz inventaran el cálculo, tanto los problemas científicos como los objetos artísticos eran esencialmente estáticos. Después del siglo XVII comenzó a considerarse el cambio y su razón de ser como una disciplina matemática, como un tema artístico. Desde luego, podemos afirmar que vivimos en un mundo en el que el movimiento, así como el cambio, son casos especiales de un estado de reposo.
El “estado de cambio” no existe, si con esto queremos implicar un estado diferente en términos cualitativos del “reposo”. El cambio no es más que una sucesión de muchas imágenes estáticas diferentes que percibimos desde nuestro punto de vista en intervalos de tiempo muy breves. Tenemos la ilusión estética del cambio, lo cual se traduce en un goce único e irrepetible cuando elegimos un cuadro que satisface nuestras expectativas de mutabilidad y, en última instancia, de libertad.
Las ilusiones ópticas al estilo de Andrea Mantegna, pintadas en el palacio de los duques de Mantoue entre 1472 y 1474; las de William Hogarth (Frontispicio: Sátira sobre una falsa perspectiva, 1754); las de Andrea Pozzo plasmadas en la nave central de la iglesia de San Ignacio, en Roma (El triunfo de San Ignacio, 1685 a 1694); las que pintó René Magritte (Los paseos de Euclides, 1955) son ejemplos de este ensueño por el movimiento, manera sublimada de enfrentar el absurdo de la realidad y las paradojas que se derivan de esto.
Un ejemplo particularmente espectacular es el de Peter Paul Rubens, quien pintó una versión de El juicio final en 1616, síntesis de lo que sucede al nacer, al soñar, al morir, comamos o no plátanos. Vale la pena hacer notar aquí que el maestro flamenco fue mentor de Diego Velázquez, un adelantado de estos cruces que Emil Nolde (El mar B, 1930), Mark Rothko (Número 19, 1949) y Jackson Pollock (Número 27, 1950) continuaron en su momento.
La obra de estos artistas puede considerarse antecedente del arte absurdista, salpicada de paradojas estéticas (es bello, pero al mismo tiempo barato; radical y, no obstante, chic). Más allá, contiene una verdad profunda, descubierta por los físicos del siglo XX: que el campo es más importante que la partícula, es decir, que el proceso tiene prioridad sobre el objeto. ¿El proceso de comerse el plátano atado antes de que su carne se fermente rige sobre la necesidad que el arte posee de perdurar?
Cuando el crítico de arte Harold Rosenberg acuñó el término “action painting” (pintura en acción) estaba reconociendo que esta forma de pintar lo absurdo, lo inenarrable, lo desfigurado, lo paradójico no era producto de un capricho, sino de una necesidad de expresar lo que tampoco podía articular la física en la década de 1950. Se trataba de una física sin imágenes y, si las tenía, en todo caso no eran más “claras” que los cuadros de Pollock y seguidores. No obstante, los físicos sabían (y pronto comprobarían) que el campo donde interactúan las partículas del mundo subatómico es producto de una tensión invisible a simple vista, mientras un trozo de plátano se disuelve en la boca.