Desde hace muchos años –30 mínimo– había despreciado la oportunidad de ver a McCartney en concierto.
Las primeras veces (evidentemente) yo era una niña que iba a la primaria, por lo tanto, no podía asistir a esa aglomeración infame de gente que enloquece frente a su ídolo.
Recuerdo muy bien que, más o menos cuando iba en segundo de secundaria, la mamá de mi mejor amiga –que era fanática tanto de Paul McCartney como de los Rolling Stones– se lanzaba a los conciertos y a mí me traía playeras conmemorativas. En aquel momento todavía estaba viva Linda McCartney, quien, de hecho, fue la primera mujer que yo conocía que murió de cáncer.
Pasaron muchos años… los suficientes como para que George Harrison también muriera, Paul cambiara de esposa, su hija se volviera una famosa diseñadora, y el bajista siguiera cantando en cuanto evento masivo de talla internacional (y generalmente con algún tipo de causa social) se le presentara.
Llegó una época en la cual veíamos a Paul McCartney hasta en la sopa: cantándole a la reina en sus jubileos, haciéndole el paro a Bob Geldof en sus conciertos con causa para la prevención y tratamiento del sida, en justas deportivas, etc.
McCa se volvió, junto con la reina Isabel, en el rostro vivo más conocido del planeta. Porque los demás personajes superconocidos en las publicidades de las grandes empresas transnacionales, estaban tres metros bajo tierra o a punto de estarlo; me refiero, por supuesto, a Lady Di y Michael Jackson y el papa Juan Pablo.
Luego de esa ola de sobreexposición de Paul McCartney, me llegó a mí el tiempo de renegar de los Beatles por veleidad intelectual y chocantería juvenil que se resiste a amar a los clásicos y en cambio busca lo experimental y lo underground.
Para mis veinte años yo idolatraba a Frank Zappa, y calificaba a John Lennon como un hippie chic, en efecto más conocido que Jesucristo, pero sin las habilidades musicales de virtuosos como Zappa o Steve Howe… Sin embargo, a pesar de mi rebeldía y de haber vivido una veda de beatlemanía durante aproximadamente 10 años, debo de confesar que no hay un solo grupo musical del cual me sepa más canciones que de los Beatles.
Echar a andar mis discos de vinil en la tornamesa es un ritual que siempre acaba en ellos, y escucharlos jamás me ha cansado, y a donde quiera que voy y oigo una de sus rolas, no solo la tarareo sino que me la sé de principio a fin.
Cuando recuperé la cordura y se me bajaron los humitos pendejos de creerme con un gusto superior a los demás por mi inclinación al progresivo y el jazz, volví a saborear y a disfrutar la música del cuarteto de Liverpool, cosa que se coronó el pasado domingo cuando asistí al Corona Capital, y después de haberme extasiado escuchando al gran Iggy, me fui a formar entre la marabunta de cientos de miles de personas que esperaban a ver a sir Paul McCartney.
Sólo puedo decir que desde el primer guitarrazo el ánimo de la gente se uniformó; desde los jóvenes centennials que estuvieron ahí para ir a ver grupos que la verdad desconozco, hasta los contemporáneos de Paul, es decir, señores de 80 años que lloraron y se estremecieron con cada una de esas rolas que tienen un magnetismo, una carga nostálgica y poderosa que no sucede cuando vas a ver a otros grupos actuales ni de la época.
Aunque Paul ciertamente presenta ya algunos estragos en la voz, cosa naturalísima por haber desgastado su instrumento por más de 80 años, la vibración que genera un coro de tantas almas entonando la misma canción es una sensación única, la maravilla de sabernos humanos y ser testigos –y confirmar –que el verdadero poder del hombre no es el del político, más bien radica en reunir a tantas personas distintas entre sí y estrujar su corazón con palabras que no caducan.
El viejo tocó más de dos horas en las que cambiaba de posición: del bajo a la guitarra, de la guitarra a la mandolina, y de la mandolina al piano, en donde obviamente cerró el concierto.
Fui a ver a Paul McCartney a pesar de que detesto la congregación de más de dos personas en un mismo espacio.
Tardé en salir del recinto una hora oscilando entre banda variopinta, entre cientos de miles de personas que al terminar el concierto se convirtieron en los mismos extraños que había estado observando durante horas, y que solo al salir Paul, se parecieron un poco a mí.
Estoy segura de que será la última vez que veamos a McCartney en México.
Quizás si hubiera ido hace cinco años o diez a uno de sus toquines, su voz hubiera tenido más registro y potencia, pero creo que llegué a tiempo a ver al viejo Bitle, porque justo ahora estoy en el humor de disfrutarlo todo como si lo viera (u oyera) por primera vez.