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jueves, diciembre 26, 2024

El último chillido de los guajolotes descabezados

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El presidente López Obrador cambió el mal humor social de cuando menos quince millones de mexicanos.

(A ese número ascendía hasta junio de 2024 el padrón de beneficiarios de becas y pensiones).

¿Qué logró el presidente con sus programas sociales?

Varias cosas.

Entre éstas: la gente recuperó la dignidad perdida, tiene un ingreso fijo sin necesidad de trabajar y se siente incluida en una sociedad que solía rechazarla.

Esos quince millones ven con enorme desconfianza las protestas de los trabajadores del Poder Judicial ante la reforma que borró de un manotazo los privilegios de una clase que no supo traducir para sí los afanes de López Obrador.

Si los ministros de la Corte hubiesen leído un poco de historia de México habrían comprendido que lo que venía —después del triunfo de la 4T en 2018— era una nueva constitución.

Vea el hipócrita lector lo que un avezado y brillante legislador federal compartió conmigo hace unos días:

Tras la Independencia de México sobrevino la Constitución de 1824, misma que reemplazó la Constitución de Cádiz, por lo que nuestro país pasó a denominarse “Estados Unidos Mexicanos”.

Tras el triunfo de la Revolución de Ayutla, surgida ante la inconformidad contra el gobierno de Antonio López de Santa Anna, se creó el Congreso Constituyente de 1856, mismo que le dio forma a la Constitución de 1857, la cual abolió la esclavitud y estableció las garantías individuales y la libertad de expresión, entre otras.

A esa constitución habrían de sumarse en 1860 las Leyes de Reforma, de Juárez, que provocaron la separación entre Iglesia y Estado, y nacionalizaron los bienes del clero.

En plena revolución mexicana, y ante el triunfo de Venustiano Carranza, primer jefe del Ejército Constitucionalista (encargado del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos Mexicanos), se crea el Congreso Constituyente de 1917, mismo que estuvo en funciones entre el 1 de diciembre de 1916 y el 31 de enero de 1917.

Dicha Constitución rige jurídicamente al país, y fija los límites y define las relaciones entre los poderes de la Federación: Poder Ejecutivo, Poder Legislativo y Poder Judicial.

Si hubiesen leído un poco de historia de México, los ministros de la Corte habrían entendido que los constantes mensajes del presidente López Obrador —en el sentido de que la suya era una revolución sin violencia que configuraba una cuarta transformación— tenían como finalidad crear las condiciones para una nueva constitución.

Y aunque las bancadas de Morena y sus aliados no lo han anunciado, en la práctica han venido a configurar un Congreso Constituyente metido de lleno en la generación de diversas y brutales reformas constitucionales.

La lección es clara:

Después de cada revolución sobreviene una constitución.

No vieron venir lo que estamos viendo por la soberbia que los envolvió, y la seguridad de que Morena no alcanzaría en las dos cámaras la necesaria mayoría calificada que los tiene con unas togas rasgadas y sin birretes que cubran sus cabezas.

Cabezas, hay que decirlo, que ya fueron cortadas y yacen en ocho cubetas con olor a cloroformo.

La ley es dura, sí, pero es la ley.

 

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