La vegetariana (Random House, 2017) de la reciente ganadora Premio Nobel de Literatura, Hang Kang, fue una experiencia brutal y desgarradora. No solo porque empecé la lectura la noche misma que había degustado el Mole de Caderas de un conocido restaurante de la 7 Sur, sino también porque me recordó las conversaciones con mis amigas orientales: la importancia de la apariencia física y los altos estándares familiares y amorosos.
Con mis dedos olorosos a carne de chivo, atravesé, entre la indignación y la náusea, la primera de tres partes de las que se compone el libro. La voz que Hang Kang le atribuye al marido de Yeonghye bien puede caber en una sociedad machista como la nuestra:
“Para ser sincero, no era nada divertido vivir con alguien así, pero yo estaba agradecido por ello, pues no soportaba a las mujeres que hacían sonar varias veces al día los móviles de sus maridos…”
El marido en cuestión habla con superioridad moral sobre su mujer y las pequeñas —porque siempre son pequeñas— labores que hace para vivir y mantener una vida modesta y decente. Bajo este constante escrutinio, Yeonghye no sólo es aburrida y sin “ningún atractivo especial”, también posee una rebeldía soez como la de no usar sostén, situación que lo avergüenza (de nuevo él y solamente él) y, por supuesto, la loca y pasajera idea (porque nuestras ideas son siempre así) de hacerse vegetariana de un día para otro.
En un grito de auxilio del esposo, la familia de Yeonghye, decide obligarla a comer carne. La hermana, el cuñado, la mamá, son testigos de una escena violentísima perpetrada por el padre que termina por definir el destino de una mujer que no ha hecho más que pasarse la vida concediendo aquí y allá.
La vegetariana es la manifestación cruda y genuina sobre la inconformidad de las mujeres coreanas ante una sociedad patriarcal; una metáfora del repudio al linaje; la comunión con la libertad a través de la metamorfosis del cuerpo y una declaración sobre el derecho de que las mujeres también podemos ser y hacer lo que te venga en gana.
