Nadie puede darse por sorprendido ante las andanzas de Juan Lira Maldonado en Chignahuapan durante las últimas dos semanas, que vieron su máxima expresión al obligar a la suspensión del Festival de la Luz y la Vida, una de las principales actividades que más derrama económica generan en ese municipio de la Sierra Norte, después de la comercialización de esferas de navidad.
Lo que realmente sorprende es que las andanzas del sujeto, que en los bajos mundos del crimen es conocido como El Moco, no hayan derivado en hechos violentos. Todo ha quedado en protestas poselectorales, tras la anulación del proceso electoral del 2 de junio cuando compitió arropado por el partido Fuerza por México.
Y digo que nadie debe darse por sorprendido
por el boicot al Concejo Municipal designado por
el Congreso del estado y a las funciones de gobierno local, porque justamente Juan Lira encara el prototipo de quien, pese a sus presuntos vínculos criminales, es capaz de seducir a un sector de la población para que lo respalde. no tanto en sus
aspiraciones políticas, sino como el hombre capaz
de darles aquello que ninguna autoridad puede: un
empleo, un salario, un sentido de pertenencia (sin
importar que cada uno de esos puntos esté plagado
de dinero black).
Es justo ahí donde se encuentra lo más preocupante, ya que ese “arraigo social” es lo que empuja a los municipios o juntas auxiliares a transformarse en pueblos delictivos, donde la figura del benefactor es más importante que la misma autoridad y la comunidad misma.
En Puebla, casos como el del Moco no son desconocidos. Hay desde hace muchos años un lento proceso de mocorrización —permítame el lector el barbarismo— de la política poblana, cuando los partidos políticos decidieron abrir la puerta a presuntos criminales a la cancha electoral.
Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto y el morenovallismo, la entidad se sumergió en una espiral delictiva tras el boom de la extracción ilegal de hidrocarburos. Contrario a lo que afirmaban las autoridades federales y estatales, el índice de tomas clandestinas no era un indicativo del éxito en el combate a esta práctica ilegal, sino la comprobación de que estaba desatada.
En los municipios, los pobladores observaron cómo, en lapso muy corto, todo cambió tras el arribo de bandas criminales, protegidas por células del narcotráfico. Los nuevos millonarios saltaron por decenas, mientras que los pobladores encontraron ingresos que nunca habían visto y que ningún programa social podía contrarrestar.
Los halcones, en su mayoría menores de edad y
jóvenes, se convirtieron en la nueva clase social en
los municipios, a quienes las bandas dedicadas al
huachicol llenan los bolsillos hasta con 20 mil pesos
mensuales.
El huachicol se convirtió en la moneda corriente
que creó una economía alterna en los municipios,
de la que todos se beneficiaban.
Los adultos jóvenes y familiares de los involucrados se sumaron a la práctica luego de toda una vida sumidos en la pobreza o trabajos que nunca mejorarían su vida.
Con comunidades de su lado y una economía
alterna, los capos vieron con agrado el inicio de la
mocorrización. El primer caso que se conoció fue el
de Pablo Morales Ugalde, quien ni siquiera pudo
concluir su periodo como alcalde en Palmar de Bravo, tras ser detenido en 2017 por supuestos vínculos con el huachicol, aunque después fuera liberado. El
responsable de abrir las puertas fue Pacto Social de
Integración, un partido político meretriz surgido en
las cañerías del morenovallismo.
Luego vino la burla a la vista de todos cuando
el hermano de Antonio Martínez Fuentes, alias El
Toñín, ganó la presidencia municipal de Quecholac,
también cobijado por Pacto Social de Integración.
El Toñín, en 2018, repitió la fórmula y logró que
su hermano fuera reelecto, pero poco le duró el gusto, ya que fue detenido y posteriormente liberado.
A inicio del actual sexenio se diseñó la estrategia
para contener al crimen organizado, incluido sus
nexos con la política. En el Atlas Delictivo que se diseñó, se identificó a todos los principales cabecillas, bandas, zonas de influencia y alcance de las actividades de cada uno. Allí, lo mismo estaba Antonio Martínez como Juan Lira Maldonado.
Uno a uno, los líderes fueron cayendo. Los golpes
más sonados estuvieron en la capital poblana, en
donde el panista Eduardo Rivera Pérez, por omisión
o por negligencia, permitió que el crimen organizado penetrara a su gusto el municipio.
¿Por qué no han detenido ni al Toñín o al Moco?
¿Qué los hace especiales o qué les ayuda a tener impunidad?
La complejidad de la mocorrización y su “arraigo” social no son un problema fácil de combatir. La mejor muestra es el fallido operativo montado por el Ejército mexicano, en mayo de 2017, para capturar a El Toñín y su socio Roberto de los Santos, El Bukanas, que derivó en la muerte de 10 personas, entre ellas cuatro militares.
El caso se convirtió en un escándalo internacional y fue cuando se comprobó que El Toñín contaba con todo un aparato social y propagandístico para difundir la versión de la ejecución extrajudicial de un poblador.
Para conseguir su fin, el presunto huachicolero
se valió de un columnista local —preso hoy por
extorsión—, para alimentar la narrativa en favor
del supuesto delincuente, quien se encargó de dar
entrevistas a medios nacionales y proclamar que en
Puebla había ocurrido un caso “peor que Tlatlaya”.
Los reporteros que trabajaban con el columnista, a
pesar de tener otros medios, también se encargaron
de difundir la especie.
El Ejército y los gobiernos federal y estatal no se
encontraron en el operativo solo al poderío de un criminal sino a una comunidad dispuesta defenderlo.
Regresemos al principio. Nadie puede darse por
sorprendido ante la actitud asumida por Juan Lira
en Chignahupan. El problema surgió desde que
Fuerza por México lo hizo candidato pese a que es
uno de los principales objetivos en varias carpetas
de investigación abiertas por la Fiscalía General del
Estado.
El camino que tomó dicho instituto político estaba marcado. Fue un error colosal porque, aunque no hubiera ganado la presidencia, su propia exposición como candidato fortaleció su liderazgo y se convirtió, a ojos de los pobladores, en una alternativa de gobierno.
Ahora que la maquinaria del Estado entró en marcha para frenar esta aberración, en Chignahuapan hay un sujeto, con carpetas de investigación abiertas, dispuesto a retar a quien se le ponga en frente.
Fuerza por México convirtió a El Moco en un actor político y con eso terminó por blindarlo de su actividad criminal. Ese paso complica cualquier acción judicial, ya que el sujeto tiene toda la oportunidad para desplegar la narrativa de que una posible detención no respondería a un asunto de procuración o administración de justicia sino a una persecución política. Eso sin contar que en Chignahuapan ahora hay un sector social que está dispuesto a ir al fondo en su presión para que reconozcan a su mecenas
como presidente municipal.
El morenovallismo creó, empoderó y validó la promiscuidad política de Pacto Social de Integración. Eduardo Rivera, la cabeza del Yunque burocrático, potenció la tendencia y dejó que hicieran de las suyas reclutando a más sujetos con fuertes sospechas de vínculos criminales.
Ahí estaba El Toñín cuando Fuerza por México decidió seguir los pasos del morenovallismo y Eduardo Rivera. No haber frenado su ambición no tiene
perdón.
Pero esto va más allá. Los principales responsables de la mocorrización han sido los partidos políticos, tanto los actores materiales como los que han solapado esa situación.
Las cosas han llegado a tal grado que obliga a partidos y gobiernos a redefinir el alcance de sus alianzas políticas.
Es eso o dejar que el estado se vaya de las manos.