Rebeca:
Siempre has sido muy activa en tus redes.
Siempre andas en algo interesante: en cámaras legislativas, en sedes del partido, en eventos.
Feliz. Sonríes.
La mayor parte del tiempo desde que te conocí.
Todos somos los más felices en nuestra vida virtual, ¿cierto?
Rebeca: se nota que te gustan los zapatos bonitos,
las blusas sobrias.
Puedo asegurar, sin conocerte tanto, que estás
contenta con lo que eres, que vives bien bajo tu piel.
Eres una mujer inteligente.
La gente me ha tachado de ser siempre medio
misógina (siendo mujer también se puede serlo), y
algo de razón tienen.
¿Será porque no soporto la pasividad con las que muchas camaradas se subyugan a un tercero teniendo gran potencial?
Pero, en tu caso, siempre he tenido claro que te destacas entre las demás; por la curiosidad intelectual, por tu lealtad a la institución en que laboras, porque no te ha dado miedo moverte de un lado a otro.
Estoy cierta de que con un poco más de tiempo
seríamos grandes amigas, o si no, buenas aliadas.
Sé, por comentarios de terceros, que eres atenta con tus amigos; que sabes responder ante la adversidad. Que la solidaridad es algo que te caracteriza.
Eres una ejecutiva en forma: caminas liviana entre los pasillos del poder.
Sé que eres bajita de estatura, como yo, entrona y constante.
Todos somos los más felices en redes, ¿cierto?
Hasta que un día nos ausentamos misteriosamente.
Quizás no del todo (algún post o un meme, una
noticia que brinque por ahí).
Desaparecemos, generalmente, cuando la cosa
no va viento en popa.
Cuando algo verdaderamente capital, tremendo,
urgente pasa.
A mí me pasó en febrero.
Hoy tú estás ahí.
Rebeca: deja que te diga que la presencia de ciertas personas se nota, pero se nota más su ausencia.
Siempre leía tu muro, un día ya no.
Y esa usencia se notó.
En la mar de frivolidades es agradable encontrar
a personas valiosas.
Gente así: que tiene algo que decir, y que cuando
calla, el silencio habla.
Ayer reapareciste en Facebook: junto a tu cama, frente a tu espejo, con tu cuerpo delgadito y tu cabeza brillante por la ausencia de cabello.
Entonces pensé: el cartero tocó a su puerta también.
Te envié un mensaje sin pensarlo. Porque cuando
pasé por la frontera de la desolación, lo que más me
ayudaba era sentir que mi vida nunca había ni sería
en vano.
Y que, además de mi familia, había muchas otras
personas conteniéndome en el caos que genera un
cáncer.
Soy mala hablándole a un celular, por eso te escribo lo que no pude decirte en el breve intercambio de mensajes.
Te dije ayer que todo va a pasar, y así será.
El tiempo en el hospital pasa lento, en tanto el veneno entra por el torrente sanguíneo.
Lento como esos sueños extraños en donde te ves a ti misma y no puedes ni alertarte de que la vigilia está por llegar, pero tampoco gritas tan fuerte como para despertar.
Pasa. La que se fue no volverá: serás otra, una mejor, más ligera.
Salir del túnel es mirar todo y a todos en su verdadera dimensión. Muchos crecen, otros se encojen…
también hay quien desaparece.
Hablamos un poco y me dijiste “estoy en el mejor
momento de mi vida y pasa esto”.
Yo te puedo decir: me pasó igual. Nunca sabemos cuál es el mejor momento hasta que el mal momento lo desaloja de la escena.
¿Por qué?
Nadie sabe.
La enfermedad es un acertijo.
Te dirán que la comida, que el smog, que el gen,
que el mundo entero…
Y después te llenarán de restricciones: el azúcar y
el sol son los peores demonios, según la ciencia….
Pero créeme: el día que termines tu tratamiento,
a la mañana siguiente, todo cobrará mayor intensidad, uno regresa del trance y se queda viajando en la potencia de los colores, en la maravilla de la
pimienta, en el efímero candor de un olor. La salud
es la mejor droga que hay, pero es difícil volverse
adicto a ella porque ahí está siempre.
Sólo acepta lo que está pasando. El sufrimiento
en la enfermedad es un ingrediente añadido: duele,
sí, pero el dolor va a pasar.
Enfermar así, enfermar de esto, te agiganta.
Tú que eres curiosa: admírate con los pequeños
triunfos cotidianos de tu cuerpo: ¡eso que cargamos
todos los días sin sentirlo, el cuerpo, es una puta
maravilla! El pelo regresará, la piel volverá a brillar;
después de la revolcada, sobreviene una luz.
Y el proyecto de tu vida ya no será ni un trabajo ni
un vestido ni un amor: es simplemente vivir, como
la película de Kurosawa.
Hablamos y comentaste que has llorado mucho en este proceso.
Yo en cambio llegué al umbral habiendo pagado mi cuota de lágrimas.
No me conoces tanto, pero si algún bien he usufructuado en exceso, ese ha sido el lagrimal.
Llora, querida, pero no sufras.
Escucha al médico, pero escúchate más a ti.
No hagas caso de metáforas ni de razones metafísicas. La cosa es mucho más vulgar de lo que todos
intentan argumentar.
Es la rifa del tigre, así nomás.
Recuerda que la cabeza es la loca de la casa y en estos casos se pone de atar. Dale chance de salir corriendo desnuda y de azotarse contra la pared, un rato… luego dale un grito y oblígala a callar.
No maldigas al “elemento”; existe porque tu cuerpo vive.
Él lo creó.
En la tómbola de posibilidades, algunos nos llevamos ese “premio” sin comprar boleto, sin saber para qué sirve.
La razón de su existencia se va desvelando lentamente.
No es: va siendo.
Y sólo el que la vive tiene la capacidad de entenderla.
Te sigo.
Te abrazo.
Seguimos acá.