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jueves, noviembre 21, 2024

Psicoacústica/ Mensaje del maestro Roncador

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Cram 

Homenaje a Eduard Terrisse 

 

Cram aparece en la puerta del aula 202. Viene acompañado por la Directora del CACTAS (Centro de Altos Conocimientos Técnico–Artísticos en Sonido). En su mano derecha lleva un bastón plegable de aluminio, con la punta de nylon. 

Al verlo, casi no lo reconozco. Me quedo estupefacto, sentado en mi mesa, y dejo de escribir la ficha de la siguiente clase que iba a impartir. 

Han pasado muchos años desde aquel día en que fui a solicitar realizar una encuesta en el colegio donde, aquel muchacho, se enamoró de mi silbato de agua que emulaba un pajarillo. 

—Hola ¿Hay alguien aquí? 

Si, es él. Su voz resuena todavía en el aula vacía. Representa unos treinta y pocos años. 

—¿Eres Cram?, —pregunto manteniendo la cara de asombro —pero si hace dos días eras así de “pequeño”. 

Hago el gesto con la mano indicando la altura de un niño, y me doy cuenta de que Cram no puede verlo. 

—Esta vez he venido yo a buscarte. Por eso he pedido que me acompañara la Directora hasta tu clase, porque quiero compartirla contigo. 

El Maestro está admirado. 

—Acércate, que te diré cómo vamos a dar la clase. 

Momentos más tarde, empiezan a entrar los alumnos. 

Al verme con un ciego en la tarima, surgen los cuchicheos y susurros en algunos sectores. 

El ruido de roces de pupitres y asientos se confunde con el vocerío y los pataleos. 

Cram está impresionado por causar esta confusión. Iba a decir algo, cuando mi voz se impone con sus 95 decibelios. 

—¡Sentaos todos y callad!  

Cram se frota con las manos sus dos oídos, en señal de aturdimiento causado por mi voz, lo que causa comentarios hilarantes entre algunos alumnos. Ya no se acordaba de mi elevado nivel. 

Me doy cuenta del gesto de Cram, y lo agradezco interiormente. 

“Está entrando bien”. 

—Os voy a presentar a un experto en sonidos. Se llama Cram, y ha realizado una tesis doctoral sobre los sonidos que enmascaran la comunicación sonora para las personas con deficiencia visual. Sacó un “Cum Laude”. 

Ahora toda la clase permanece en silencio. 

—¿Hay alguien ahí? 

Toda la clase ríe esta entrada de Cram. 

“Realmente es ocurrente”, pienso mientras dejo que Cram tome la batuta de la clase. 

—Veo que sí, que estáis aquí. 

—Yo no —dice el alumno burlesco, en un tono que no deja dudas de su poca disponibilidad a participar. 

—Pues yo sí, y ya que has tomado la iniciativa, voy a preguntarte cómo oyes y escuchas el mundo sin verlo. 

—Perdona, ¿te estás refiriendo a mí? 

Yo iba a intervenir, pero prefiero dejar que Cram lleve la clase a su manera. 

—Sí, efectivamente. ¿Crees que eres capaz de escuchar el mundo exactamente como yo lo hago? 

Ahora el alumno duda. 

—Seguramente tu silencio demuestra que no sabes si eres capaz de ello. 

—Claro que soy capaz.  

El alumno empieza a ponerse nervioso porque este ciego lo está sacando de su zona de confort. 

—Entonces colócate esta venda y presta atención. 

El burlesco, ostensiblemente enfadado consigo mismo por caer en la trampa, coge la venda que el ciego tiene en la mano, se la coloca, y empieza a sonreír para demostrar a todos que domina. 

—Ahora, escucha atentamente mi voz. 

El alumno sonríe burlándose. Pero con la venda en los ojos le es imposible controlar la situación. Está a la merced de aquel señor ciego. No sabe lo que vendrá. 

—Por favor, señala con el dedo la dirección donde estoy, y desde qué oído me escuchas. 

El alumno burlesco señala hacia la izquierda, indicando exactamente donde se encuentra el ciego.  

—Te escucho con mi oreja izquierda. 

Yo me he colocado a la derecha del alumno, y extiendo un cartón pluma tamaño DIN A3 delante de la oreja derecha de éste, y otro delante de su oreja izquierda, de modo que el sonido de la voz del ciego queda apantallado en la anterior dirección. 

—Y ahora, señala dónde estoy y con qué oído me escuchas. 

El burlesco dice que lo ha escuchado solo con el oído derecho, y señala hacia la derecha. Toda la clase se ríe. El alumno se queda extrañado. 

—Ahora quitadle la venda. 

Cuando recupera la visión, el alumno burlesco se da cuenta de que Cram ha jugado con la reflexión de los cartones. 

—Perdona que haya experimentado contigo, pero era necesario para enseñaros que las reflexiones de los elementos arquitectónicos son muy importantes, por ejemplo, para no chocar con las paredes. 

El ciego me pide el cartón pluma, y le dice al alumno que lo acerque o lo aleje, delante, detrás, a derecha o izquierda.  

El alumno se quiere vengar. Lo coge y lo coloca a escasos centímetros delante del ciego. 

Éste respira un poco fuerte y dice: 

—Lo tengo delante, un poco ladeado hacia mi izquierda, y a escasos centímetros. 

El burlesco, sorprendido, coloca el panel a la derecha, aproximadamente a un metro, y ortogonal a la dirección entre ambos. Pero antes de que el ciego hable, lo gira noventa grados, con lo que el panel no puede reflejar la voz del ciego. 

—Creo que lo tenía a la derecha, y bastante cerca, pero ahora supongo que lo has escondido o dejado en el suelo. 

—Perdona, estaba jugando contigo. ¿Dónde está el panel? —dice el alumno burlesco volviendo a orientar el panel hacia el ciego. 

—El panel está efectivamente a la derecha, casi al alcance de mi mano.  

Hace el ademán de intentar coger el panel con su mano derecha, y por poco no lo consigue. 

Ambos realizaron más juegos con el panel. 

Toda la clase estaba maravillada. 

—Ahora os hablaré del efecto túnel. Es como suenan los espacios muy reverberantes en comparación con el exterior. Si camino por un prado, ¿verdad que no resuena? 

La alumna aventajada contestó esta vez. 

—No puede resonar porque no hay superficies reflejantes. 

—Exacto, pero si entonces entro en un túnel ¿qué ocurre? 

—Que resuena mucho porque techo y paredes resuenan. 

—Y precisamente suena y resuena como lo que es; un túnel. 

—Entonces, ¿el efecto túnel sucede cuando pasamos de un lugar absorbente a uno reflejante? 

—Si, pero para denominarlo como túnel, ha de sonar a túnel, y no todos los espacios reverberantes suenan así. 

El maestro creyó oportuno intervenir 

—Creo que lo que os quiere indicar Cram es que, además de la reverberación, está la tonalidad. Si entro en una gran bota de vino, suena a bota, pero si entro en un túnel suena a túnel, y si paso debajo del arco de un puente igual suena a túnel o solamente busca una tonalidad específica. 

—Caramba, cuánto conocimiento —, dijo Cram, haciendo algunos gestos con las manos. 

Los alumnos rieron, pero se dieron cuenta de que Cram casi no había movido las manos cuando hablaba. Ciertamente, porque los ciegos no necesitan la gestualidad de las manos para comunicarse. 

—Os tengo que dejar. ¿Alguien puede colocarme en la dirección de la salida? 

La alumna aventajada lo orienta hacia esa dirección. 

El ciego empieza a andar hacia la puerta, con el bastón plegado en su mano, mientras pronuncia estas palabras: 

—Os agradezco muchísimo que me hayáis recibido tan bien. Estoy seguro de que esta noche intentaréis realizar este ejercicio en casa, con la luz … 

Y se para exactamente a un metro de la puerta. 

—Estoy a un metro de la puerta, ¿verdad? 

Todos permanecen en silencio, observando cómo lentamente llega a la puerta, la abre, la cruza, la cierra y desaparece de sus vistas. 

Fuera, resonaron amortiguándose los golpes del nylon sobre el piso. 

El Maestro concluyó: 

—Quien depende casi exclusivamente de lo que escuchan sus oídos, es el mejor maestro de acústica que podáis tener. Os recomiendo que esta noche hagáis en vuestras casas un recorrido a ciegas. Eso sí, si lo explicáis a la familia, antes de ir a vuestro cuarto, vigilad que vuestros hermanos no hayan dejado alguna pelota o piel de plátano en el suelo.   

 

Los tres ecos 

—¿Este camino es el correcto? — digo señalando un desvío. 

—No, no, —dice Sora—, debemos coger el que nos encontraremos después pintado en amarillo. 

Sora es una experta en senderismo, y se conoce muy bien todos los rincones del camino. El ascenso era lento, con el recorrido poco protegido por los árboles, pero las vistas son espectaculares. Desde tan alto se ve Monistrol. 

—Me han dicho que el recorrido dura una hora y diez minutos. —añado, resoplando. 

—Ya te he dicho que si quieres escuchar las montañas, es necesario hacer un pequeño esfuerzo. 

Llegar a la Miranda de los ecos está resultando mucho más costoso de lo que pensaba. 

Estoy todo empapado y cansado. La mochila con la cuerda y los mosquetones me pesan muchísimo. Cuando Sora me dijo que la dificultad del recorrido era alta, no me lo creí. Ahora me arrepiento. 

Ella ha cumplido 30 años, y yo le doblo la edad, y aún le añado un teen ager. Paramos un momento para tomar fuerzas. 

—Maestro ¿concretamente qué es esto del eco? 

—El eco es la reflexión del sonido que nos llega con un retraso superior a un veinteavo de segundo. Para tiempos de retraso más pequeños, nuestro oído tiene la capacidad de superponer el sonido reflejado con el original, pero para separaciones superiores los escuchamos separados. Me han dicho que donde vamos se pueden percibir hasta tres ecos bien separados cuando chillas una palabra. 

Ella se calla y volvemos a ponernos en marcha. 

“No, no me esperaba que esto sería tan difícil”, me digo para mí, mientras subo un tramo más resoplando por la pendiente tan empinada. 

Sora va delante, muy firme y con una paciencia increíble. 

Al se ha adelantado hace rato por el “Canal de los Monos”. 

Finalmente llegamos. La vista es realmente fantástica, y allá delante tenemos los tres ecos. 

Ambos nos aproximamos lentamente y en silencio. Al nos espera de espaldas sentado sobre una gran roca. Cuando escucha nuestros pasos se vuelve sonriendo, sin decir nada. 

Estoy impresionado. Por fin ha llegado el momento de escuchar esos famosos ecos. Pongo en marcha la grabadora digital que siempre llevo encima y la coloco sobre una piedra enfocando las montañas de los tres ecos. Me decidió y grito: 

—¡Hola! 

Y la montaña me contesta: 

—¡Sora, Sora, Sora! 

Los tres nos quedamos de piedra. 

—Hola. —Repito. 

—¡Sora, Sora, Sora! —contesta la montaña. 

—De verdad que yo no he hecho nada. —susurra Sora como disculpándose. 

Y entonces grita ella: 

—¡Hola! 

Y la montaña contesta: 

—¡Hola, hola, hola! 

Lo vuelve a repetir, y el eco vuelve a hacerlo correctamente. 

Otra vez yo, con todas mis fuerzas, vuelvo a chillar: 

—¡¡¡Hola!!! 

Y la montaña no contesta. 

Extrañado aún más, vuelvo a probarlo una y otra vez sin ningún resultado. 

¡Silencio! 

Sora se pone el dedo en los labios, indicándole que no diga nada, y vuelve a intentarlo: 

—¡Hola! 

Y la montaña contesta: 

—¡Hola, hola, hola! 

Los tres ecos son fuertes y claros. 

Al también lo prueba y todo funciona correctamente. 

Yo, contrariado y avergonzado, cierro la grabadora. 

En el funicular de bajada me coloco los auriculares y pongo en marcha la grabadora en modo reproducción. 

Curiosamente, escucho correctamente todos los hola, tanto los míos como los de Sora y Al. 

Alguien me está sacudiendo. Me despierto y veo que me encuentro en el sofá de mi despacho, con Tsemon de pie a mi lado. Me ha zarandeado porque me he dormido. 

—Roncas —me dice Tsemon, toda seria.  

Cram, sentado en el otro sofá, escucha la radio con los auriculares puestos. 

Veo la grabadora sobre la mesita del centro. Le pido los auriculares a Cram, me los pongo, los conecto a la grabadora y la pongo en marcha en modo reproducción. 

¡No hay absolutamente nada grabado! 

 

Problema resuelto  

Ring, ring, ring, … 

—¿Sí? 

—Me han dicho que hable con usted, porque me puede solucionar un problema acústico que no me deja dormir. 

—¿Quién se lo ha dicho? 

—APG, el presidente de la Sociedad de Acústica. ¿Le conoce, verdad? 

No contesto al instante, y el hombre que ha llamado se impacienta. 

—¿Me ha oído? 

—Sí —contesto—, le he oído. 

Dejo pasar otros segundos y finalmente sentencio: 

—Si le envía mi amigo APG, entonces le atenderé sin dilación. Déjeme sus datos y le aviso. 

Unos días después, llamo al interfono del primero segunda de un bloque de viviendas ubicado en una calle tranquila. En los bajos he visto el rótulo de una residencia de ancianos. 

El interfono zumba, y al poco se oye la voz del individuo. 

—Le abro. 

Si fuera un ladrón, lo tendría muy fácil. 

“Se trata de llamar a cualquier interfono y te abren sin decir nada, o si te piden quién es, dices `yo´, y también te abren”, pienso. 

El vestíbulo resuena con sus pasos, porque es de paredes suelo y techo con materiales duros. 

Subo las escaleras hasta el primero y empujo la puerta entreabierta. 

“Si fuera ladrón …”. 

—Es aquí. 

Oigo una voz amortiguada procedente de una habitación del fondo del pasillo. Con cuidado, cierro la puerta de acceso sigilosamente, y mientras me dirijo hacia la habitación, mis pasos hacen crujir varias veces la tarima de roble. El piso huele a cerrado. 

Al llegar al dormitorio, lo veo por primera vez. Es como me había imaginado. Observo la cama por hacer y el desorden típico de un hombre que vive sin compañía. 

Dejo el maletín del sonómetro donde puedo, y abro el trípode. Calibro el sonómetro con el pistómetro y lo coloco en el trípode, enfocando al exterior y aproximadamente en el centro de la pieza. 

El nivel sonoro es más que aceptable, muy cercano a los 25 decibelios. 

—Perdone, pero es que el sonómetro no capta ningún ruido molesto —digo. 

—Pues a mí, eso que suena, le aseguro que no me deja dormir —me contesta. 

Estoy acostumbrado a encontrarme con ruidos molestos de todo tipo, chirridos de motores desajustados, voces de vecinos en horas de descanso, arrastre de sillas en las terrazas de los bares, y muchos más, pero no estoy preparado para una queja de un ruido que el sonómetro no puede captar. 

Sé de la existencia de personas con una altísima sensibilidad a los sonidos, muy superior incluso a los estándares corrientes, pero no pensé que fuera el presente caso, porque el individuo aparenta unos sesenta años. 

—¿Y APG también ha venido a medir este ruido? 

—Sí, y no encontró nada. 

Deja pasar unos segundos y continua: 

—También vino el vicepresidente Sr. Aujose, y lo mismo, pero ambos me dijeron que usted lo encontraría y lo solucionaría. 

“Vaya con ellos”, pienso, deduciendo que mis amigos no localizaron la fuente sonora y me habían pasado el problema. Pero desconfío, si ellos no han localizado el problema es que algo extraño se esconde. Debo cambiar de estrategia. 

—¿Y dice usted que el ruido no le deja dormir? 

El hombre asiente en silencio. 

En este instante me acuerdo del método de mi médico de cabecera que me atendía cuando era un niño. Saco un pañuelo de tela de mi bolsillo y lo extiendo sobre la almohada. Me siento en la cama, me reclinó hasta que mi oreja derecha descansa sobre el pañuelo, y me pongo a escuchar. 

Efectivamente se percibe un ruido constante. Es muy tenue y parecido al producido por un fluido circulando dentro de un conducto. 

—¿Es este el ruido que le perturba?— le pregunto retirando el pañuelo. 

El hombre se tiende en la cama, reclina la cabeza con la oreja izquierda en la almohada, escucha imitándome y asiente. 

Revuelvo en mi maletín de médico y saco un fonendo. Me lo colocó en ambos oídos y aplico el diafragma mayor sobre el marco de madera de la puerta de acceso al dormitorio. 

Se percibe ligeramente aquel ruido. 

Lo vuelvo a repetir en diferentes lugares de la habitación, incluso en las paredes. En la ventana situada en la pared detrás de la cama, me parece que se incrementa la percepción. Finalmente compruebo que en el marco de madera de la ventana que da al patio de luces se percibe con mayor nitidez. 

Abro la ventana y miro al exterior. 

Atracado rígidamente a la fachada, justo detrás de la pared de la cabecera de la cama, existe una chimenea metálica que procede de la planta baja y termina en la azotea. 

—Vuelvo en cinco minutos. 

El hombre se queda en silencio esperando en su dormitorio. 

Desciendo a la planta baja y llamo al timbre de la residencia. 

Al cabo de unos diez minutos, vuelvo al dormitorio, me coloco el fonendo; lo aplico al marco de la ventana y al de la puerta. Vuelvo a extender el pañuelo sobre la almohada, escucho de nuevo. 

Recojo mi pañuelo y preguntó: 

—¿Podría volver a escuchar el ruido que le molesta? 

El hombre se tiende en la cama y escucha desde distintas posturas sin encontrar el ruido. 

—Ahora no está. —Dice extrañado. 

—Efectivamente, no está porque la calefacción de la residencia está parada. Esa es la causa de las molestias. 

El hombre hace cara de interrogante. 

—Lo que haremos a continuación es un pequeño informe para que la residencia de ancianos realice unas pequeñas modificaciones en el anclaje de la chimenea con esta pared. 

Le muestro la chimenea anclada, justo detrás de la pared de la cama, y le indico que los medios correctores son sencillos y económicos. 

“Problema resuelto”, pienso al salir del edificio. 

En los días siguientes me encargo de hablar con la propiedad de la residencia y de asesorar para la colocación de los collarines elásticos en las uniones de la chimenea con la fachada al patio, e incluso los pasamuros resilientes necesarios. 

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