En 2010 viajé a la República Democrática del Congo para visitar Virunga, hogar de los pocos gorilas de montaña que quedan en el mundo.
Viajamos por carretera desde Nairobi y cruzamos Uganda hasta llegar a la frontera con el Congo. El último tramo fue de Kampala, la capital de Uganda, a Kisoro, base para entrar al Bosque Impenetrable de Bwuindi. Nos esperaba un viaje de diez horas, que, como era de esperarse en esas latitudes, se convirtió en un viaje de trece horas. Llegamos a Kisoro alrededor de las ocho de la noche. El paisaje durante el último tramo del camino era fenomenal. Una vez que entras a la cadena de montañas y volcanes el camino se hace cada vez más lento. Parecía casi imposible que el camión que nos llevaba diera la vuelta por los estrechos caminos de tierra. Lo más estresante era ver otro vehículo lleno de gente tratar de pasar junto a nosotros, cuando apenas y cabíamos en el camino.
Las montañas que alguna vez formaron parte del imponente bosque de la cadena de volcanes de Virunga hoy muestra un rompecabezas de colores, entre terrazas de siembra y pequeñas aldeas, aunque de bosque no queda nada.
El plan era ver a los gorilas en Uganda, pero nos enteramos en la mañana que se habían terminado los permisos. Así es que al otro día salimos temprano a la frontera con el Congo. Yo iba un poco nerviosa por el cambio de planes y la situación del Congo. Pero era la única manera de ver a los gorilas.
Llegamos a la frontera a las 7:00 de la mañana. No había más que una oficina desolada y un letrero de madera despintado –You are now leaving Uganda and entering Zaire—, algo obsoleto desde hace más de trece años, cuando Mobutu, conocido por llevar la cleptocracia a su límite, fue derrocado y el país se convirtió en La República Democrática del Congo. Después de realizar los respectivos permisos, trámites y más trámites, pasamos caminando hacia el Congo. Por el cambio de horario —es una hora menos en el Congo—, tuvimos que esperar a que la frontera estuviera “oficialmente abierta”. Los guardias batallaron durante varios minutos para colgar una bandera que indicaba la apertura de la frontera. Entonces pudimos pasar.
Un grupo máximo de entre 4 y 6 personas puede visitar a cada familia de gorilas. Tomé una camioneta que nos llevó a uno de los puestos de control de la reserva para entrar al bosque, junto con otras dos inglesas y una australiana. El camino que en teoría tomaría dos horas fue de más de cuatro horas. Llegamos empapadas por la lluvia después de cambiar tres llantas ponchadas.
El cielo estaba cargado de nubes que acompañaba la trágica realidad a nuestro alrededor. La zona de Virunga además de una profunda pobreza tiene una historia de infame violencia.
Cuando llegamos ya era tarde y nos esperaba una larga caminata. Una vez dentro de la reserva, se sentía una extraña calma. El lugar estaba completamente aislado del panorama que se vivía afuera.
Llevábamos alrededor de cuatro horas caminando en silencio, rodeados de bosque y una terrible humedad cuando el guardia que iba al frente levanto la mano y nos dijo: “Aquí están”.
Tardé un poco en darme cuenta que estábamos rodeados de una familia de 34 gorilas, la más grande de la zona. Uno a uno fueron apareciendo entre el bosque. Nos sentamos en el piso como lo hacen ellos, mirando al suelo cuando se acercaban. Un gorila pequeño se acercó a tocar mi cámara. Los del alrededor lo miraban fijamente mientras jugaba con el cordón alrededor de mi cuello.
Estuvimos a muy pocos metros de ellos durante más de una hora. El imponente Espalda Plateada veía fijamente todos nuestros movimientos sin moverse. Cuando se levantó, el guardia nos hizo una señal: era hora de irnos. Nos esperaba un largo camino de regreso. Nada de lo que he vivido hasta hoy se puede comparar con la experiencia de ese día.
Qué gran contraste fue convivir con seres tan majestuosos como los gorilas y recorrer el camino a través de una de las regiones más desoladas del planeta.
