Mi vecina me odia.
Ahora le dio por contratar a unos albañiles para que día y noche me tengan a merced del horroroso ruido que hacen sus utensilios. Un cincel de pala plana me tiene embrutecido.
Incluso, cuando no estoy en la casa, el sonido del cincel me persigue.
Los maestros también tienen un taladro viejo que suena a carcacha. Desde las siete de la mañana empieza el martirio. Y lo peor es también la música que sale de un radio de transistores marca Philco que llevan consigo. Pura música de la época de Los Solitarios, Los Ángeles Negros y Los Pasteles Verdes.
Pancho y don Pepe empiezan a las siete de la mañana. Hacen un receso para comerse sendas tortas de huevo con chorizo a las once. Reinician la tortura a las once y media. Vuelven a parar para comer a las dos. A las tres están de regreso. A eso de las ocho de la noche cesa el martirio.
Así ocurrió las primeras dos semanas. Una noche que regresé a eso de las doce me encontré con el ruido del taladro y del cincel, y Los Ángeles Negros cantando —vía Germaín— “Déjenme si estoy llorando”. Creí que era una aberración. No podía concebir que mi vecina tuviera a los señores albañiles a tan altas horas de la noche. Cuando me acosté, el martirio continuaba. Y siguió hasta que a eso de las dos de la madrugada me quedé dormido. Como había tomado mucho líquido, me levanté al baño a eso de las cuatro. Los Pasteles Verdes cantaban “Esclavo y amo”. Y ahí seguían, puntuales, el taladro machacón y el cincel. Salí al jardín. Caminé entre las sombras. Y descubrí aterrado que no estaban Pancho y don Pepe. No obstante, ahí estaba el ruido ensordecedor.
Con una lámpara de mano busqué de dónde salía el sonido. La sorpresa me llevó a lo que técnicamente se conoce como infarto. Mi vecina había colocado una grabadora a todo volumen con la parafernalia descrita.
Supe que su odio era inconmensurable. Algo así como el odio que Loret de Mola le tiene al presidente López Obrador. Un odio macerado en bilis. Como el odio que Calderón le tiene a la 4T. Un odio como el que la barra de Los Gallos Blancos guarda para la barra del Atlas. Un odio como pegarle a Dios.
Tras destruir la grabadora regresé a mi cama. Para entonces ya eran cinco para las siete de la mañana. A los pocos minutos llegaron Pancho y don Pepe. Y todo empezó de nuevo. De su aparato de radio salió la voz de Germaín de la Fuente cantando “Y volveré”.
Ya no supe de mí. Sólo sé que una pregunta asaltó mi vida: “Señor, señor, ¿por qué me has abandonado?”.