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jueves, septiembre 19, 2024

La bruma

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Héctor Trinidad Delgado 

Un casi dolor lo arrancó de ese extraño lugar. Cuánta gente, cuántos ruidos, nada de música decente. Muchachas bonitas en todos lados, al menos, ah, qué suspiro, adiós también a todo eso. 

Esperaba secretamente algo así, un cambio, es sólo que lo súbito a cualquiera espanta. Hasta a los merititos hombres de Jalisco, porque una cosa es decir que nada importa y otra saber que lo que importa se desvanece poco a poco. 

Y ahora sí, justo en el ombligo, una patada del burro donde anda el miedo. ¿Y si no es lo de allá lo que se convierte en niebla sino yo? Y la enorme cantidad de respuestas le erizó los vellos de la nuca. Porque pelo no tenía desde una semana atrás, cuando feroz señorita estilista-jardinera le quitó hasta el último rizo de la melena. Si, sí, recuerdo: es un procedimiento más bien simple, perforamos el cráneo con un taladro especializado, las sierras sólo son para cosas mayores, metemos una sonda y extraemos lo que se pueda del coágulo sin dañar al cerebro, es decir: más del daño que ya tiene. Y ya. Esperar que despierte. 

¿Esperar de tiempo o de esperanza? Maldito idioma que cada vez le resultaba más complejo. Para dolor esto: escucharlo todo, palabras y ruiditos, como detrás de una cortina de aplausos. Perder la claridad, la dulzura de sílabas y enunciados, la imprudencia de Beethoven, la bestia, y la absoluta belleza de Mozart, el único Dios. Perder el hilo de lo que se escucha, ser de repente incapaz de comprender lo que dos palabritas significan: terapia intensiva. Darse por vencido porque daba igual, salvo unos relámpagos de claridad visual, algunas ciertas voces tan claras como ayer: sus hijos —niños y no tanto—, su esposa —hoy, siempre—, los violines y la sección de viento. El estremecimiento cuando los cellos… caray, ¿cómo son los cellos?, ¿son de percusión?, ¿de bronce, de madera? 

Así como el tiempo se le iban las certezas. Pero ese desgajamiento no tuvo móder: de una camita mugrosa y de algún modo pública, privacidad cero pero al fin cama, a un lugar indefinible donde uno está sentado en el piso, apretado por quién sabe qué cosas que no se ven pero se sienten. Claro, ya entiendo, personas también. Como yo, pero no las veo: normal, porque no veo ni mis propios pies. Veo, en suma, nada. Decenas, cientos tal vez en un lugar que no alcanza y siento el apretón de codos y hombros, y manos que se estiran, y el crujir de huesos y carne blanda, y me aplastan tanto que busco levantarme. Me pesan tanto que me falta el aire, estiro puños y rodillas que chocan con ellos y vuelvo a caer sentado, las costillas lastimadas, la respiración que se va. Estoy asustado. No quiero estar aquí. 

Es entonces cuando una claridad se me encaja en las tripas. Lo que yo quiera es irrelevante. Quiero ser algo que no soy más. Qué soy ahora lo ignoro, pero un hombre no soy. No de los que andan por aquí y por allá, como antes lo hice. Me pasó con la diabetes, me pasó a los cincuenta, desear locamente algo que no existe más. Hoy soy esto, la cosa que lucha contra un vacío lleno de huesos y tendones. Soy la noche que no acaba, la esfera interna que discutíamos en los talleres de escritura; soy la última parte de una historia de música y cantinas y amores y libros y escasos crímenes menores. 

Oscura revelación que como una ráfaga barre todo lo que me rodea y también parte de esto que queda de mí. De pie, allí donde no hay referencia alguna de humanidad, ni piso ni techo ni bosque ni ciudad ni profundidad ni deseos, allí estoy. 

Soy el golpe repetido en la cabeza del borracho, soy las caminatas en silencio y las horas de conversación. El nuevo viejo yo que tiene que cerrar su historia, anudar sus cabos sueltos, mecanografiar su colofón. Soy la boca abierta al máximo a causa del pánico por no poder hablar pero soy mis tímpanos llenos de música y leyendas. Soy yo, disolviéndome delicadamente en mí mismo y en la bruma que me sostiene, sin dientes rotos ni llantos ni drama. Soy Eusebio. Soy Eusebius, pequeño toque de Florestán. 

Soy, era, yo. 

 

 

Chinaski 

 

Francisco Blas Valencia Castillo 

Yo no creía en la reencarnación hasta que Eusebio me convenció de lo contrario. 

Él y yo teníamos un acuerdo: si alguno de los dos se encontraba postrado en una cama hospitalaria, con diagnóstico desfavorable y un futuro de vida artificial, el otro procedería a desconectarlo. Su traslado del quirófano a piso —por no haber lugar en terapia intensiva— le provocó un choque séptico en el hospital del IMSS. Eso lo mató, y me libró de cumplir el difícil compromiso con mi querido amigo y maestro de la vida. 

Eusebio fue un ser humano impetuoso. Leía, escribía y bebía con voracidad. En sus afectos era ilimitado, y su alegría de vivir contagiaba. Se movía en tres universos simultáneos: la realidad, la ficción y la música. Un hombre de inteligencia tridimensional que, vagando por las calles de Tlalpan, gestaba historias en su cabeza; que caminaba al ritmo de un cuarteto de cuerdas; que se detenía para observar, sorprendido, el cadáver de una rata aplastada. 

Además, era sumamente juguetón… y cleptómano. 

Un sábado insistió en que fuéramos a ver una película de Sylvester Stallone, a mediodía. Almorzamos, compramos vino tinto que vertimos en una botella de Gatorade sabor uva, y entramos al cine. Como a los treinta minutos de haber iniciado la película, Eusebio gritó ¡Rambo!, justo antes de que el actor volteara hacia el público. La risa fue generalizada. Eusebio se levantó de la butaca y, sonriendo, me dijo: vámonos ya, Chinaski junior. La película es muy mala. 

En otra ocasión me invitó a su casa de Once Mártires. Entré al baño y cuál no sería mi sorpresa al encontrar ahí mi cepillo para el pelo. Había desaparecido de mi casa unos días antes, y pensé que por error lo habíamos tirado a la basura. Ah, qué cabrón saliste, Chinaski. Te robaste mi cepillo para la cabeza —le dije. Me miró sorprendido por un instante, soltó una sonora carcajada y me contestó: Chinaski junior, me gustó un chingo: ¡salud! 

Su cleptomanía inició como la de todos: robando libros en librerías. Pero pronto diversificó sus operaciones, incursionando en casas, hoteles, restaurantes, oficinas. Llegó a ser un verdadero maestro del hurto. Pero aceptaba con gallardía cuando uno le confesaba haber sustraído una pluma, un libro o un disco de su valiosa fonoteca. Como cuando le dije que le había tomado prestado un lapicero Montblanc. Ay, Chinaski junior, te lo encargo mucho. Cuídalo como si fuera tuyo —me dijo. 

El día de su fallecimiento sonó el teléfono de mi casa, en la madrugada. Tengo pésimas experiencias con esas llamadas. Era León Ricardo, para darme la triste noticia. A esa hora abrí una botella de vino y me puse a revisar las fotografías que le había tomado a lo largo de los años. Muchas en papel y muchas otras en formato digital. Encontré una en la que Eusebio me recibía con los brazos abiertos. La amplifiqué e imprimí, y esa foto se colocó en el podio de la funeraria. 

Entonces empezaron las apariciones. Primero fueron señales imperceptibles pero innegables: una estilográfica destapada, un libro fuera de lugar, un reloj con el extensible abrochado… cosas así, que achaqué a mi descuido o desmemoria. Pero el día en que descubrí la firma abreviada de Eusebio en la esquina superior derecha de un libro recién adquirido, la cosa cambió. Cambió radicalmente: era imposible que eso estuviera ocurriendo. Comparé esa antefirma con la que aparecía en las innumerables dedicatorias que me había escrito en sus libros y sí, era la misma. ¡No puede ser! ¿Qué chingados está pasando aquí? 

Al mismo tiempo empecé con una especie de delirio de persecución. Todo el tiempo me sentía observado. Y no sólo lo sentía, en varias ocasiones advertí, de reojo, una sombra moviéndose en mi entorno. Necesito ir al médico, me dije. Un psiquiatra o un psicoanalista. 

El colmo ocurrió cuando, al llegar a mi departamento, encontré una botella de vino abierta, casi terminada, y uno de mis vasos de cobre volteado, con algo del líquido sobre la barra. Obvio, mandé poner cámaras en todas partes, hasta en los baños, visibles algunas y otras ocultas. Y puse una puerta de seguridad. 

Sorpresa: un simpático y bonachón trasgo husmeando por el departamento, incluso observando con atención las cámaras. ¡Era Eusebius! Revisaba mis corbatas, se las probaba y las aventaba. Abría el humidor, encendía un habano y lo apagaba furioso contra el cenicero. Revisó los libros de Fadanelli y los deshojó. ¡Eucario Eusebio Ruvalcaba Castillo en holograma tridimensional y de repente corporizado! En chiquito, con un corazón exultante que sobresalía del pecho y que no era como nuestros corazones, sino como el del elfo de Olvidado Rey Gudú: un ramillete de hermosas uvas rojas. 

Todo esto lo vi desde mi celular. Al llegar ese día a mi departamento, las corbatas estaban en su sitio y el cenicero limpio, pero los libros, aunque colocados en su lugar, habían engordado. 

—¡Eusebio! —grité—. Sé que estás aquí, sal. 

Silencio absoluto. 

—Sal, Chinaski, no te hagas. 

Silencio. Descorché una botella, serví dos vasos y me senté a esperar. 

 

 

Eusebio 

Sergio Vicario 

Una tarde que llegaba a casa con la juventud recién aderezada, con más sueños que realidades, recibo una llamada casi al momento de cerrar la puerta del zaguán. Una voz madura, calmada y pausada me saluda y me dice algo más o menos así: “Maestro Vicario, vamos a publicar su libro”. Sin idea de qué se trataba, el corazón me dio un vuelco en la medida de que me iba enterando. La voz en cuestión pertenecía al poeta Juan Domingo Argüelles, quien me decía que había recibido mi manuscrito y quería acordar conmigo la publicación del libro Barítono de luz, para la colección de Tierra adentro. 

Realmente no lo podía creer. ¿Cómo era eso posible? Es aquí donde aparece la presencia de Eusebio Ruvalcaba; fue él quien envió el manuscrito acompañado de una carta donde recomendaba la obra. Por supuesto, le llamé y le agradecí e incluso le pedí el favor de escribir unas palabras para el libro, mismas que habrían de quedar en la cuarta de forros. No obstante, ése no fue mi primer encuentro con Eusebio y lejos estaba de que él pudiera recomendar mi libro… 

Fui invitado a trabajar a la dirección de Arte del Canal Once por un conocido mutuo, Pedro Molina, quien me dijo que trabajaba con un gran escritor. Así lo conocí, por ahí de 1992 o 93, no lo recuerdo bien, pero sí, que fue antes del levantamiento zapatista, que ocurrió el 1 de enero de 1994. 

Un hombre blanco de barba hirsuta, a veces chapeado, no muy alto, regordete, bonachón, con la mirada pícara y la sonrisa presta a saltar a la menor provocación, pero serio a su manera. En ocasiones su mirada parecía perderse, puedo suponer que imaginaba, aunque a veces lo sorprendía dormitando con un libro entre las manos. 

—¡Vicario, haz obra! Él era mi jefe e insistía en que no perdiera el tiempo. Aún no era mi mentor ni mi maestro, ni mi amigo, pero la bondad de su corazón era tal que me incluyó. Con el tema de la literatura era implacable, riguroso. Cuando supe que era escritor me atreví a presentarle mis textos, unos cuantos escritos, cuentos decía que eran, y su crítica fue total. Sabía que me dedicaba a la fotografía, y aún recuerdo sus palabras como tajo de guillotina sobre mis aspiraciones literarias: Vicario, ¿por qué no te dedicas mejor a la fotografía? 

Caminé hacia la salida, un largo pasillo techado y sin paredes. La luz era fresca, maternal, pero mi corazón estaba desolado. Tomé todos mis manuscritos y los tiré a la basura, creo que los rompí, con un poco de rabia y mucho de frustración. Eusebio era capaz de eso y más, de negarme a la escritura sin engaños. Tal vez lo sabía: había madera, pero debía forjarme en el rechazo. Entonces yo vivía una separación amorosa, y recuerdo que me dijo: “Vas derechito al dolor”, sin asomo de piedad. 

Luego fue que íbamos a las cantinas. No hay mejor escenario para las pláticas sobre literatura que una taberna, si bien él sabía de mi alcoholismo, aquella ocasión en que los estragos eran mayores, incluso me recomendó curármela con una “piedra”. En realidad yo estaba devastado por el desamor, por mi muerte en la conciencia de otra persona. Y en ello también me apoyó. 

—Vicario, ¿ves a esa persona? Merece todo el respeto —señaló a alguien que caminaba delante de nosotros y que ninguno de los dos conocía—. No sabes quién es, lo que ha pasado, lo que ha vivido. Tú no conoces cuál es su historia. Por eso merece todo tu respeto —concluyó.  

Me contaba que, cuando niño, montaba su bicicleta sin manos, como el Llanero solitario su caballo, hasta que se dio un tremendo fregadazo. Y también me hablaba de su padre, Higinio Ruvalcaba; sin duda la música fue la otra pasión de Eusebio. 

En ocasiones llegaba a su casa, a saludar a Érika y a León, todavía en la cuna. A veces no me atrevía a saludarlo, mi alcoholismo me hacía sentir sucio y miserable, pero Eusebio jamás me rechazó, aunque no le agradaba que las visitas llegaran sin avisar. 

Me platicó de cuando se dedicaba a llevar autos de la ciudad de México a Veracruz, para venta, supongo. Si no mal recuerdo, uno de esos pasajes aparece en una de sus novelas, cuando el protagonista estrella su auto, en una forma de suicidio. Intuyo que Eusebio lo pensó así en más de una ocasión. Era un ser definido; y su poesía lo evidencia, sin cortapisas, era neto, como solía decir. Tenía tras de sí una historia inmensa, donde la sexualidad, la música y los libros eran protagonistas. 

Lector asiduo del Tao Te King, era el Master-zen-tao, así decía un letrero sobre su escritorio. Un lector formado; decía ser un tipo duro, pero era risueño, y a cada instante formaba una nueva amistad. Por él conocí a Juan Manuel de Estrello, el Mago, a Manuel Blanco, a Roura y a un novel Guillermo Arriaga. 

Eusebio contaba la historia de George “Hal” Bennett, de quien decía que lo buscó a él para enseñarle a escribir; que era un hombre corpulento pero frágil, y que una vez le llamó de madrugada, casi llorando, porque se había cortado la mano al cambiar un foco. 

Unas veces me decía que escribiera y otras, que no importaba tanto, que ya se había escrito mucho y que era mejor ser un buen lector. Y me recordaba lo escrito por José María Álvarez en su “Elogio de la embriaguez”: 

 

¿Quién soy yo para quejarme de mi suerte? 

¿Acaso esta tierra no ha humillado otros sueños  

más altos que los míos? ¿Estas arenas  

no empaparon lágrimas de más nobles desterrados?  

Y ni sus nombres recordamos. 

También nosotros seremos olvidados y el sentido de nuestros versos  

mil veces modificado. Dónde, cuándo y en qué idioma será por fin reconocido aquello que dijimos… 

Pero ay de aquel cuya palabra  

no permanezca clara, a través de los cambios,  

aquel cuya vida y cuya obra 

no pueda contarse un día con la frescura de los cuentos que narran los marinos. 

Escribe. Y bebe. Bajo la clara noche, 

brinda por las estrellas, bebe en la memoria nobilísima de quienes ya, antes que tú, recorrieron 

este camino. Brinda por ellos 

y por el mundo que de la destrucción salvaron. 

Que en el vino contemples la alta hora  

en que se funden sueño y desencanto. 

Acepta tu destino como el precio de su palabra. Escribe. 

 

 

La risa, invitada común 

 

Rocío Villegas 

Conocí a Eusebio Ruvalcaba cuando asistí a un taller al que me invitó una querida amiga. Es cierto que me gustaba hacer anotaciones y pequeños escritos de mis pensamientos o vivencias, pero ponerlo en orden con ortografía, sintaxis y todo lo que llevan estas andanzas de escribir… Lo consideré y aprendí mucho más con su amable guía. Al avanzar el taller —que habíamos anticipado sería corto y se convirtió en años— los asistentes fuimos descubriendo con admiración, respeto y cariño al excelente maestro que teníamos durante ese rato mágico en el que, con sus conocimientos y ayuda, comenzamos a tener confianza para leer en voz alta nuestros sueños, anhelos, temores, alegrías y vivencias. 

La risa era una invitada común que no restaba la seriedad ni el compromiso de cada uno para con él y, sobre todo, de él para con nosotros. Esas tardes se convirtieron en un espacio especial de respeto y superación, de descubrimientos personales y grupales. Un espacio en donde también descubrimos al gran ser humano que nos llevaba por el camino del cuento, el poema, la novela y otros géneros literarios que nos enseñaba. Recuerdo esas tardes con enorme agrado, la camaradería que se respiraba, las ganas con las que nos reuníamos para compartir nuestros trabajos y las correcciones y sugerencias que Eusebio nos hacía. 

Al llegar a casa yo platicaba lo vivido a mi esposo y mi familia y así se extendía aun más su positiva enseñanza. Seguramente muchos de quienes tuvimos el honor de estar en alguno de sus talleres lo seguimos recordando con nostalgia y con mucho agradecimiento. Muchas gracias, Eusebio, de mi parte y de la de Pipo también. 

 

Eusebérrimo: 

 

Yal Magrive  

Aquí me tienes cosechando tiempo, vivir la vejez es un castigo diario y en verdad no sé dónde o cuándo termina el surco. 

No pretendo escribirte un elogio de la muerte, pero el ruido del tiempo me ensordece. 

Tus lectores nos hemos perdido lo que en este lapso transcurrido habrías escrito y ahí radica mi tristeza. Tú, el florecer de tu familia y eso también me entristece. 

Te recuerdo al místico Angelus Choiselus: “Cuando los ángeles músicos ofician para Dios, tocan a Bach. Pero cuando se reúnen entre ellos, tocan a Mozart; y Dios viene a escuchar detrás de la puerta”. 

Abrazo fuerte. 

Tu amigo Yal Magrive 

 

Chebo: 

 

Cuando no sea el dolor 

sino la risa  

de vaciarse 

dos cuerpos complacidos,  

cuando no existan banderas  

sino la paz profunda del nudista, 

cuando no tengamos que camuflar mentiras  

donde los besos cobren intereses, 

cuando no cueste la vida un sueño 

ni haya escondites para amarse… 

cuando no haya lluvia en las fronteras  

ni el destello cruel del que  amenaza, 

cuando la juventud no sea sumisa ante el tirano,  

entonces, 

cuando el amor tan sólo…  

será todo más fácil. 

 

Ulises Vidal Romero 

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