Muchas veces he deseado no ser mujer.
Lo he deseado y he ejecutado suertes varoniles: me he lanzado al vacío sin redes protectoras, he endurecido mi corazón para no sufrir los estragos de la desilusión.
Me volví tan pragmática como uno de ellos; como los que van por la vida con una sonrisa prefabricada que cubre al niño tapiado bajo los escombros de una niñez huérfana.
He bebido con y como ellos, y nunca se me han trepado a las barbas…
Porque dejé la delicadeza en el cajón de los cosméticos, junto al labial y el polvo traslúcido.
Me educaron como niña y fui feliz siendo niña: con mis vestidos y mis muñecas, aunque siempre preferí jugar con las espadas y las armaduras que con los pequeños ponys.
A los caballos los monté con las ancas abiertas, no como escaramuza. Era más cómodo.
Es sencillo adoptar una actitud masculina porque el pasado y el presente, muy a nuestro pesar, siguen siéndolo.
El pasado es lo único verdadero porque ahí está; ése no se mueve y ha tenido siempre un aroma a testosterona.
Antes amaba como mujer, con sus exquisiteces y arrebatos. Sin embargo, un día descubrí que el hombre ama desde el misterio, desde la zozobra, más cerca de la tripa y la cabeza que del corazón.
El corazón del hombre es frágil porque se le extirpa el lado poético, se convierte en un músculo que a la larga los traiciona y se detiene súbitamente.
Los hombres mueren más de infartos que las mujeres.
Debería repensar un poco sobre el hecho de abdicar a la gracia y la ternura, a los caprichos y a las formas femeninas.
¿A dónde iré a parar?
De seguir metiéndole cerebro y plomo a mi cuerpo un día despertaré sin memoria, pero bien viva. Bien libre, como sólo se le es permitido y aplaudido al macho.
¿Existen las mujeres alfa?
Antes se le llamaban matriarcas. Hoy, viejas cabronas o esposas tóxicas.
Porque el lenguaje también viene las gónadas, y las capacidades o las aptitudes que en el hombre causan admiración, en la mujer son descalificaciones y provocan escarnio.
El problema es que, aunque me haya masculinizado como táctica de supervivencia, no me enamoran las mujeres. Sigo siendo yo, la ella, con mis miembros de hembra.
Es triste, sí. O más que triste, antiromántico. Helado.
Pero es que no ha habido de otra: en este país se castra la feminidad por miedo.
Nos sobajan, nos ignoran, nos ningunean, nos golpean, nos violan, nos matan… y la culpa es nuestra. Por no tener una daga entre las piernas para enterrársela al adversario.
Hoy es Día internacional de la Mujer.
Veo a millones tomando las calles en todo el mundo y me emociona.
Van ahí, cantando, coordinándose en caravanas, enseñando el pecho o cubriéndose el rostro.
Van de morado y verde ¡qué ironía!, los colores de los hematomas que muchas han tenido gracias al golpe telúrico de un puño de varón.
Y al verlas, ahí; furiosas o no, silenciosas o no, jabalinas o no, pienso que para ser visibles deben, precisamente, travestir su verdadera identidad, masculinizándose para ser escuchadas, respetadas y temidas.
Entonces me reconforta la idea de que no estoy siendo una prófuga de la causa. Porque ellas, las feministas que convocan y arman las protestas, recurren, sin querer, a la única táctica que surte efecto: a desplegar la danza macabra de los caballeros.
Porque el futuro –se presume– será femenino o no será.
Pero el futuro ha tardado siglos y no llega.
Se avanza, pero se estanca.
Y las mujeres somos impacientes por naturaleza.
Los hombres han aprendido a esperar porque de un minuto a otro, todos pasan. Es la guerra.
Sin embargo, las mujeres nuevamente tenemos que asirnos de un asta sin bandera.
Para pasar un poco desapercibidas.
Y pensar que esta esta víspera permanente no nos jugará la mala pasada de despertar el día de ayer.